1.184 nombres que se llevó el coronavirus: la dimensión humana de nuestros muertos

Cada nombre es una historia. Y cada historia es infinita. Se remonta a otros nombres y a otras experiencias que, de alguna manera, por arrastre y memoria, configuran y lo seguirán haciendo las vidas que vendrán

El nombre es la etiqueta elemental de la identidad, la forma básica que encontró, por instinto, el ser humano para distinguirse entre sí, también de otros seres vivos (e incluso de las abstracciones). El nombre -propio- es una forma simple de perpetuidad. Detrás de cada nomenclatura personal hay menos un significado que un símbolo. Y detrás de cada símbolo, una vida.

César significa “caudillo” y Homero, “el ciego”, pero solo el primer César de la Historia fue realmente el caudillo y el resto de los Homero pudieron ver. Para los que vinieron después, el nombre fue y es la designación de un augurio, un deseo, un homenaje o una cuestión de fe: la silueta de la identidad.

Cada nombre es una historia. Y cada historia es infinita. Se remonta a otros nombres y a otras experiencias que, de alguna manera, por arrastre y memoria, configuran y lo seguirán haciendo las vidas que vendrán.

Con Guillermo Abel Gómez, el primer argentino y latinoamericano muerto por COVID-19 de este lado del mundo, se fue no sólo su propia historia sino una parte del todo que diseñó secretamente su ADN. Se fue un nombre y se fue un hombre que recordará durante mucho tiempo la galaxia de vínculos que lo quiso en vida y lo lloró en soledad, sin los abrazos analgésicos, bajo el decreto de aislamiento obligatorio.

En las 1.184 muertes que dejó el coronavirus desde el 7 de marzo, cuando pasó lo de Gómez, hay igual cantidad de nombres, de identidades, de características únicas. Hay hijos, padres, hermanas, alumnos, compañeras de trabajo; cada víctima es un agujero negro, alguien que ya no está para desayunar, para jugar al tenis, para compartir escritorio, para lanzar o recibir un guiño ganador durante un Truco, un abrazo de gol desconocido en una tribuna cualquiera.
Armando Abdulio. Ana Candelaria. Sara Josefa. Remigio. Gabriela. David Hugo. Ezequiel. Idelma Rosa. Julia Elena. Isabel. Wigberto. Ana María. Margarita. Oscar.
Detrás de la gélida intención del número late la magnitud de lo particular, que es inmensa. La unidad de dolor de una muerte es igual esencialmente al resto. Ya no importa si son 1.000 o tres millones. El astrofísico Carl Sagan imaginó décadas atrás un calendario cósmico en el que los 15.000 millones de años que se supone que tiene el universo transcurren en un año de los nuestros en el planeta Tierra: así, un segundo representa 500 años de historia y toda la historia humana discurre en el último minuto, de la última hora, del 31 de diciembre.

Sagan buscaba reflejar lo efímero de la existencia y sin embargo, con toda la intención, también mostraba que en cada corazón late un universo infinito. El científico solía decir que hay más estrellas en el universo que granos de arena en todas las playas de la Tierra y que, al mismo tiempo, hay más moléculas de H2O en apenas 10 gotitas de agua que, justamente, estrellas en el cosmos.

Jesús Daniel. Gracia, Vicente y Eduardo. Dominga Lucía. Hermógenes. Segundo. Silvio. Wenceslao. Leonor, Delmira y Dolores Teresa. Ireneo, Victoriano, María Alejandra.

Walter Oscar, de apellido Montillo, heredó el segundo nombre de su papá y a la vez le regaló propio a su hijo, Walter. Cuando Oscar, de 92, quedó internado en una clínica privada de Brandsen, su hijo Walter Oscar, en una casa familiar a pocas cuadras, y su nieto Walter, “atrapado” en Chile tras el cierre de fronteras, quedaron a merced de un destino amargo: la imposibilidad de mirarse por última vez, el final de toda chance para decirse lo que casi nunca nadie se dice, cuando no hay más remedio porque no hay más Tiempo.

Walter Oscar, como su padre, también fue presa del coronavirus y entonces no fue uno sino que fueron dos hombres con el mismo ADN que se irían sin el último rito. Él y su padre murieron solos y se convirtieron cada uno en una cifra que cuanto más crece más penetra como tragedia comunitaria.

A mayores muertes, más daño social. Y el daño social es un infarto en la identidad colectiva. Los muertos particulares se recuerdan por siempre en las familias, tanto como una comunidad rememora a aquellos que ha perdido ante lo que arrasa. El virus instaló una paradoja: suspender el encuentro para no infectarse ni infectar. Alejarse para protegerse.

Ahmed. Griselda. Carlos Héctor. Guillermina. América Laureana. Víctor Jacinto. Nelson Ariel. Gustavo Raúl. Berner. Liliana del Carmen y Eduardo Ramón.

La comisaría de El Sauzalito, en Chaco, se quedó sin subcomisario, René. La Terapia Intensiva del hospital Perrando de Resistencia, vaya paradoja, sin Miguel, su jefe. Dalma, de 7 años, una de las víctimas más jóvenes que se llevó el COVID-19 en su tromba por Argentina. No terminó de construir su historia ni la de sus padres. Se cortó el cauce de la continuidad.

Pero queda la memoria. Un nombre no es un número. Una muerte no es un concepto banal. Mil muertos no se cuentan en el ticket del supermercado.

¿Cómo será morir solo y aislado? ¿Cuánto falta para que esto pase de una vez? (Infobae – Por Fernando Soriano)