Amantes, celos obsesivos y “el juego del suicidio”: la oscura trama detrás del crimen del gobernador de Río Negro

Estaban juntos desde la adolescencia. Carlos Soria se había recibido de abogado, Susana Freydoz, de nutricionista en la Universidad de Buenos Aires. Ella, sin embargo, había renunciado a su profesión para que él pudiera escalar en su carrera política. Eran un matrimonio «de toda la vida» pero en los últimos dos años habían empezado a caminar sobre un puente de madera podrida.
Ella había descubierto que él le era infiel y se había obsesionado con amantes, reales e imaginarias, a tal punto que había llegado a esconderse detrás de los árboles para controlar con quién salía él de su despacho. Nueve días antes de pegarle un tiro en la cara, ella le había revisado el celular y había encontrado un mensaje de texto enviado por él a un número desconocido: «Pese a todo, te sigo extrañando».
Aquella tarde del 31 de diciembre de 2011, mientras preparaban el festejo de Año Nuevo en su chacra de General Roca, Río Negro, «El Gringo» Soria y su mujer discutieron una vez tras otra. A ninguno de sus hijos le llamó demasiado la atención: se habían acostumbrado a que sus padres se agredieran y que, luego de algunas de esas batallas, su madre amenazara con suicidarse.
Pero esa noche no era una noche cualquiera: había motivos para celebrar. Después de haber sido ministro de Seguridad y Justicia de Duhalde, diputado nacional, titular de la SIDE y dos veces intendente de Roca, Carlos Soria, por fin, lo había logrado: hacía 21 días que (con el apoyo de Cristina Fernández de Kirchner) había sido electo gobernador de Río Negro.
Según consta en el fallo judicial (que contiene las declaraciones de sus cuatro hijos, yernos, nueras, amigos, funcionarios y hasta de la mucama), aquella tarde de Año Nuevo la tensión entre ellos arrancó temprano. Freydoz se enojó primero porque su marido quiso colgar en la pared un porta llaves en forma de herradura que le habían regalado. Ella le dijo «es horrible», Soria terminó revoleándolo.
Más tarde, llegó Martín (uno de sus hijos, que acababa de ganar la intendencia de Roca) con un pernil. Su padre empezó a filetearlo pero su madre lo retó porque lo estaba cortando demasiado grueso. Soria, fastidiado, tiró el cuchillo y le gritó: «¡Entonces cortalo vos!». Cuando terminó la cena, hicieron un karaoke en la galería de la chacra.
Soria tomó el micrófono y cantó un tango de Cacho Castaña, pero su mujer le reprochó que siempre cantaba lo mismo y le dijo que estaba «haciendo el ridículo». Ya de madrugada, Soria se tiró a la pileta y su mujer volvió a enojarse porque había generado un conflicto: las nietas ahora querían meterse con él pero sus padres no las dejaban porque estaba fresco.
Hubo una escena final que María Emilia Soria (hoy Diputada Nacional del Frente para la Victoria) contó en el juicio: su madre se había indignado porque Soria había brindado con todos menos con ella. Cada una de las discusiones de esa noche -argumentó luego uno de los jueces- fueron «las válvulas de escape» que encontró Freydoz para liberar «la presión interna» que estaba conteniendo. Ella, que lo había «bancado» toda la vida, de repente veía amenazado su lugar de Primera Dama en la residencia de Viedma por otros «gatos».
Soria, harto, le había dicho: «¿Para qué vas a venir, para romperme las pelotas?». Freydoz sospechaba que iba a llevarse a la capital -a 550 kilómetros- a su amante (Paula, una kinesióloga de 36 años). Para deshacerse de ella, Freydoz había llamado al instituto de rehabilitación en el que trabajaba para pedir que la echaran porque prestaba servicios íntimos (masajes «con final feliz»).

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