La estupidez de creer que todos los problemas llevan el nombre de Alberto Fernández

Si hay desánimo, ganas de emigrar, si existe la ilusión de que la felicidad está en otra parte, tal vez la culpa no sea del Presidente. O, por lo menos, no de un solo Presidente

 

En pocos días se cumplirá un año del fallecimiento de Marcelo Zlotogwiazda, uno de los grandes periodistas de economía que tuvo la Argentina. Con la escasa energía que le quedaba, tres días antes del final, Marcelo dio su última conferencia en Comodoro Rivadavia. Todavía gobernaba Mauricio Macri. En ese momento, señaló cuál era el principal problema de la Argentina. Curiosamente, no mencionó el nombre de ningún Presidente. Dijo: “No hay manera de resolver esos constantes choques que la Argentina tiene por la falta de dólares si no se modifica la matriz productiva. Es algo que necesita tiempo. Es algo que no da rédito político. Pero es la única manera de resolver el problema. En 35 años de periodismo económico, si algo aprendí, es que la economía argentina está determinada por el factor externo. Y cuando hablo de economía, de eso depende la política”.

Un año después, la economía argentina sigue en una pendiente acelerada, empujada por la inercia, por el bombazo del coronavirus y por las dificultades serias de la política económica. El ejemplo más sensible de ello es lo que ocurre en el mercado cambiario. Hace apenas veinte días, el Gobierno tomó la decisión de restringir al máximo, otra vez, el acceso de los argentinos al dólar. El objetivo era reducir la brecha cambiaria y frenar el drenaje de reservas, dos caras de la misma moneda que pueden forzar una nueva megadevaluación. Los efectos fueron los opuestos: la brecha se sostuvo y empezó un fuerte drenaje de depósitos en dólares. Entonces, este jueves, el Gobierno optó por anunciar medidas para impulsar la oferta de dólares: baja de retenciones al agro y la minería, medidas de estímulo para el ahorro en pesos o para que los dólares guardados se vuelquen a las inversiones productivas. La primera reacción se produjo el viernes: volvieron a subir los dólares paralelos y bajar fuertemente las reservas. Parece no haber salida.

El proceso que llevó a la toma de estas decisiones fue, ciertamente, tortuoso. A mediados de agosto, el Presidente sostuvo que había que analizar la posibilidad de endurecer el cepo. En pocas horas, el Ministerio de Economía lo desmintió, ante el temor de que eso disparara una corrida para hacerse de los últimos dólares disponibles. Unos días después, el Presidente sostuvo que no estaba de acuerdo con endurecerlo. Y, luego, sorpresivamente, lo endureció. O sea, que el Presidente que endureció el cepo desmintió al que se oponía a hacerlo, que a su vez había desmentido al que creía que había que analizar el conflictivo asunto. En el medio, el mismo Presidente desautorizó a su ministro de Economía, que se había manifestado en contra de la medida. Eso, exactamente eso, es lo que hace el dólar con los presidentes: los marea, los enloquece, les pega un baile bárbaro. Pero, ¿este es el primero al que le pasa eso? ¿No será un problema que trasciende a un nombre propio?

 

El problema no es solo la política cambiaria. El país está encerrado en una trampa perfecta. La pandemia ha producido la pérdida de dos millones y medio de puestos de trabajo. La ocupación medida por criterios habituales es de 13,1. Pero si se contemplan los números con un criterio más preciso llega al 30 por ciento. Son cifras aterradoras. La pobreza ha alcanzado el 47 por ciento en el segundo trimestre. La desigualdad del ingreso ha aumentado de manera muy veloz. Pero la inestabilidad cambiaria, esto es, la persistente corrida que existe contra el peso, complica aún más esos datos porque augura un futuro aun más complicado.

Es cierto que una parte importante del problema es la desconfianza que los argentinos tenemos hacia el país y su moneda. La Argentina tiene hoy un superávit comercial casi récord. Si nadie comprara dólares, sobrarían los dólares. Pero la desconfianza genera una corrida muy perniciosa. Para restaurarla, tal vez sería necesaria la existencia de un liderazgo sensato, sereno, criterioso, equilibrado, orientado hacia los problemas reales, como la pandemia y la crisis económica. No es lo que sucede en la Argentina. La escalada del oficialismo contra el Poder Judicial –que ayer se expresó en un pedido de juicio político contra el presidente del Corte Suprema— y todos los gestos del Gobierno hacia la radicalización y en favor de la grieta solo contribuyen a complicar las cosas: tanto la política sanitaria como la cambiaria. En momentos de tanta turbulencia, un Gobierno debería aportar serenidad y no mayores tensiones. Si el Gobierno enloquece, serán más y no menos las personas dispuestas a refugiarse en el dólar.

 

Pero, aún así, ¿restaurar la confianza será tan sencillo? ¿Por qué no ocurrió, por ejemplo, cuando Mauricio Macri impuso un recorte bruto de retenciones, aumentó fuerte las tarifas y satisfizo los reclamos de los holdouts? ¿Por qué todo explotó por el aire justamente dos meses después de que Macri ganar las elecciones en 2017 e impusiera su reforma jubilatoria? Y, además, las campañas virulentas en contra de los gobiernos, aquellos que en 2018 anunciaban un corralito, o los que lo sugieren ahora, ¿no juegan algún rol? ¿no juegan las negras en este proceso de autodestrucción colectiva?

En contextos como este –ha sucedido tantas veces— la sociedad necesita un chivo expiatorio. En La Silla del Águila, una genial novela del mexicano Carlos Fuentes, uno de los personajes dice: “Los problemas de México vienen de siglos atrás. Nadie ha podido resolverlos. Pero la gente siempre hará responsable al que detenta, y sobre todo al que abandona, el poder”. Quino lo expresó de otra manera. En una de las tantas tiras inolvidables de Mafalda, Guille, su hermanito, le echaba la culpa al Gobierno por el calor: “Ez pod el Gobiedno, ¿Veddad?”, preguntaba. Mafalda le explicaba que no, que era por el verano. “El pobre todavía no sabe repartir bien las culpas”, remataba en el último cuadro.

Echarle la culpa a un gobierno o a un Presidente por todo lo que ocurre no necesariamente es un enfoque incorrecto. Pero es limitado. En algún momento, la sociedad compró la ilusión de que todos los problemas se llamaban Carlos Menem, o Cristina Kirchner, o Mauricio Macri. A esos espejismos los sucedieron frustraciones de similar dimensión. Y la sucesión de frustraciones –no una sola de ellas— es lo que explica el desánimo, la vocación de emigrar de muchas personas o empresas, la idea creciente de que la felicidad está en otra parte.

El problema tal vez no sea tal o cual presidente sino la dinámica que rige las relaciones entre los dirigentes del país, a la que se le agrega hoy un desastre que afecta a todo el planeta. Los presidentes, incluido el actual, hacen su aporte pero son apenas una expresión de todo eso, una parte del engranaje y, finalmente, sus víctimas. La Argentina está dividida en facciones que compiten por ver quién grita más fuerte que el otro tiene la culpa. En ese contexto, es muy complicado encontrar la solución a problemas tremendos y arraigados. Tal vez algún grado de articulación inteligente entre los involucrados podría tener alguna chance. Pero esa alternativa, curiosamente, ha sido descartada del menú de opciones por un gobierno tras otro.

Pocas horas antes de dejar el enorme vacío que dejó, Marcelo Zloto dijo: “Si hay, entre tantas cosas, algo que reprocharle al período kirchnerista es que la matriz productiva básicamente se mantuvo como tal, siendo que, como todos sabemos, ha tenido oportunidades por el contexto internacional, por el viento de cola, de tener recursos como para ir en esa dirección. La modificación de la matriz productiva es lo que va a terminar generando dólares. Un país necesita importar indefectiblemente. Porque no puede producir todo. Y las importaciones que necesita Argentina para subir su nivel de vida, no son compensadas desde hace mucho tiempo por el nivel de exportaciones o por el nivel de generación de dólares. El principal problema de la Argentina, obviamente es la pobreza, es la indigencia, es la exclusión. Resolverlas es un imperativo moral. Pero no es el principal problema macroeconómico. Siempre, las crisis fuertes que tuvo la Argentina, fueron disparadas por una crisis externa”.

No se trata del nombre de tal o cual presidente.

Por eso, hace un año, en este mismo espacio, se publicó una columna titulada: “La estupidez de creer que todos los problemas llevan el nombre de Mauricio Macri”.

FUENTE (INFOBAE/ Por Ernesto Tenembaum)