Zaffaroni, Sebreli, y los estrechos límites que el fanatismo le impone al pensamiento

El 1 de septiembre de 1939, las tropas alemanas invadieron Polonia. Ese fue el exacto momento en el que comenzó la orgía de sangre que sería recordada como la Segunda Guerra Mundial. El poder militar alemán era tan abrumador que en cuestión de días los nazis tomaron Varsovia y en pocas semanas construyeron murallas para cercar una parte de la ciudad, en la que obligaron a encerrarse a todos los judíos. Eso fue el gueto de Varsovia, que se hizo célebre porque fue el gueto más grande de Europa y porque allí se produjo una heroica rebelión de jóvenes menesterosos y hambrientos, que resistió durante 45 días las embestidas nazis. Desde el gueto de Varsovia, todos los días, salían trenes que trasladaban judíos hacia los campos de concentración, donde la mayoría de ellos eran asesinados en las cámaras de gas.

La semana pasada, uno de los más potentes intelectuales argentinos, Juan José Sebreli, realizó una comparación extraña. El gobierno bonaerense acababa de anunciar que realizaría un operativo sanitario en una de las villas de la provincia de Buenos Aires para evitar que se propagara el coronavirus. El operativo consistía en proveer comida y medicamentos a sus habitantes, mientras se cercaba el lugar por unos días para evitar que la infección se propagara hacia otros barrios más poblados. Sebreli comparó esa iniciativa con el gueto de Varsovia construido por los nazis. “La Villa Azul es el gueto de Varsovia”, dijo. El comentario de Sebreli habilita a hacer la clásica reflexión moral que sigue a cualquier banalización del holocausto, y vaya si lo amerita. Es un comentario sumamente irrespetuoso.

Si el nazismo fue un operativo sanitario, entonces solo merece elogios. Si no lo fue, entonces no se sabe de qué está hablando. Pero quizá haya un enfoque más interesante que el moral: la referencia es tan desproporcionada que es difícil entender cómo su mente lo llevó de un lado al otro. ¿Qué pasiones, qué intereses, qué traumas llevan a uno de los pensadores más importantes de la Argentina a comparar con el nazismo un intento de evitar que se propague una pandemia?

Lo curioso es que días después, otro intelectual de primer nivel, incurrió en el mismo desatino. El ex ministro de la Corte, Raúl Eugenio Zaffaroni, comparó al sistema mediático argentino con “un partido único, como el de Hitler”. Contra toda evidencia empírica, Zaffaroni adhiere a la teoría de que los medios de comunicación recitan un discurso único y pernicioso.

No está solo en eso. En los últimos años, muchos dirigentes coincidieron con él: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, entre otros, para no citar figuras locales, que también las hay. Pero, ¿cómo llega una persona tan interesante como Zaffaroni a comparar a Clarín y La Nación con un tirano que construyó campos de concentración, enlutó a la humanidad y gaseó a millones de judíos, disidentes, homosexuales? ¿Qué es lo que le hace perder así las proporciones?

En realidad, Zaffaroni y Sebreli no están haciendo nada original. El recurso que utilizan fue descripto apenas había finalizado la segunda guerra, por Joseph Strauss, un filósofo político alemán que residía en Chicago. Se llama, desde entonces, reductio ad hitlerium o argumento ad hitlerium o argumento ad nazium. En el debate político y filosófico se utilizan muchas trampas. Algunas de ellas se llaman falacias. Tal vez la más conocida es la falacia ad hominem: como fulano tiene un rasgo controvertido, se utiliza ese dato para invalidar cualquier cosa que diga. Otra de ellas, se llama falacia de asociación: como fulano es amigo de mengano, que tiene un rasgo controvertido, todo lo que diga fulano es falso. En las redes sociales se ven esos mecanismos todo el tiempo. 678 fue una notable expresión televisiva de ese tipo de voltereta argumental.

El argumento ad nazium es una mezcla de ambas cosas: se busca impugnar a una persona asociándola a la peor tragedia de la humanidad. Sebreli no tolera al kirchnerismo, entonces busca compararlo con el nazismo. Lo mismo hace Zaffaroni con Clarín. No discuten una idea, una afirmación, una conducta, sino que intentan correrlos del mapa mediante un estigma. Es un clásico recurso del pensamiento totalitario: poner etiquetas a los hombres.

El que piensa distinto a mí es judío, puto, comunista, nazi, agente de la CIA o la KGB, montonero o grupo de tarea de la dictadura. Se podría agregar kirchnerista o gorila. Da lo mismo. Lo que importa no es pensar sino correr del mapa al disidente. Sebreli y Zaffaroni seguramente se sienten en las antípodas del pensamiento argentino: en algún momento descubrirán con incomodidad los rasgos que los acercan.

Los exabruptos de Sebreli y Zaffaroni pueden ser considerados como un tema menor, pero tal vez no lo sean tanto. El primer elemento que sugiere esto último es la manera en que se dividen por mitades las personas, o los medios, que se escandalizan con uno o con otro. Hay kirchneristas a los que les resulta repugnante solo lo que dice Sebreli, y antikirchneristas que reaccionan airados, pero solo ante lo que dice Zaffaroni. O sea, ni a unos ni a otros les importa el holocausto ni el mecanismo descalificatorio que emplean ambos: lo que intentan es utilizar, otra vez, sus exabruptos para impugnar las ideas que odian o combaten.

Por otra parte, las reacciones de Sebreli y Zaffaroni no son hechos aislados. La utilización de figuras horrendas para descalificar a los adversarios políticos se encuentran a cada paso del debate político argentino. La palabra “fascismo” es utilizada habitualmente por personas relevantes para caracterizar al gobierno de Alberto Fernández. El mecanismo es pueril pero funciona: se toma un rasgo autoritario, o supuestamente autoritario del Gobierno, se lo transforma en el todo, y se califica rápidamente: “Fascismo”. ¿Sabrá la gente que lo usa lo que realmente fue el fascismo? Ese mismo mecanismo se usó durante todo el Gobierno de Macri para compararlo con la terrible dictadura militar, con la que no tuvo absolutamente nada que ver. En los últimos días, un grupo de intelectuales, calificó con la palabra “infectadura” a la democracia argentina. Y así hasta el infinito.

En última instancia, estas corrientes de pensamiento tienen un conflicto serio con la democracia. Hay una parte de ella que les duele. Axel Kicillof no es Hitler. Es un gobernador elegido por el pueblo. Si se lo compara con Hitler, lo que se está haciendo es impugnar una forma de organización que consiste en elegir las autoridades por el voto popular: nada menos que la democracia occidental. Naturalmente, si alguien elegido por el pueblo comete un genocidio, todo cambia. Pero resulta ofensivo explicar por qué el operativo de Villa Azul no tiene nada que ver con eso.

Los medios de comunicación no tienen nada que ver con el partido nazi. Su existencia es una parte indisoluble, también, del sistema democrático. Son muchos, tienen líneas distintas, distinto nivel de influencia y, como se puede ver, poca relevancia al momento en que la gente decide a quien votar. En tiempos de redes sociales, además, deben compartir el espacio público con millones de mensajes y plataformas que no controlan. Transformar ese espacio democrático, anárquico, caótico, desafiante y, a veces peligroso en el partido nazi no es solo un reflejo del alma de quien lo hace sino también una expresión de pensamiento que intenta anular la misma democracia.

¿Son relevantes las falacias ad hitlerium de Zaffaroni y Sebreli? ¿No lo son? En la Argentina, pareciera por momentos que esos exabruptos son, apenas, parte del paisaje. Pero si se abre el mapa, es muy difícil no percibir los riesgos que corre el pensamiento democrático: este tipo de exageraciones han construido liderazgos como el de Jair Bolsonaro, Donald Trump, Nicolás Maduro.

La democracia nacida en los ochenta está diezmada en el continente. Distintas versiones del autoritarismo se han impuesto en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. A esos problemas se le agrega una pandemia terrible, que se ensañará con nuestro continente como con ningún otro, y dejará una secuela inevitable de pobreza y desesperanza. ¿Cuál será la próxima democracia que tambaleará?

Uno de las reproches más repetidos que recibe Donald Trump en estos días es el que lo acusa de “avivar las llamas”Fan the Flames. Tal vez sea hora de pensar si lo que necesita la Argentina en estos tiempos es, justamente, gente que avive las llamas. (Infobae  – Por Ernesto Tenembaum)