La Argentina parece vivir un momento de cierto alivio. Pero, ¿durará ese alivio? ¿Por qué no ocurrirá aquí lo que está sucediendo en Europa? Si eso sucede, ¿en cuánto tiempo será?
El presidente Alberto Fernández anunció el viernes que en las zonas más pobladas de la Argentina la vida recuperará gran parte de las libertades perdidas en marzo de este años. En realidad, Fernández apenas convalidó lo que ya hacía muchas semanas ocurría en ese territorio donde la gente ya se mezclaba cotidianamente y, al mismo tiempo, los casos disminuían día a día. Ese paso puede sugerir que la tragedia está llegando a su fin. Sin embargo, no hay motivos para suponer eso. Puede que se trate de algunas semanas de alivio, o de algunos meses. Pero parece claro, en función de lo que ocurre en el mundo, que hay una amenaza latente, tal vez de una dimensión más temible que la actual. Ese detalle condicionará, más que cualquier otro, el destino político y económico de la Argentina. Todo lo demás es muy menor.
Los datos que ofrece el mundo son muy contundentes al respecto. Ayer murieron 9200 personas de coronavirus: fue el día récord desde el comienzo de la pandemia. Ayer también se conoció que el mundo tiene 571.000 nuevos infectados: otro récord. A la actual tasa de letalidad serán 14 mil nuevos muertos en algunos días, mucho más que el altísimo número actual. Ni curvas, ni mesetas, ni nada: cada vez más casos, cada vez más fallecidos en el planeta. La Argentina, mientras tanto, parece vivir un momento de cierto alivio, al menos si se mira la cantidad de casos y de enfermos en terapia intensiva. Pero, ¿durará ese alivio? ¿Por qué no ocurrirá aquí lo que está sucediendo en Europa? Si eso sucede, ¿en cuánto tiempo será?
Ese factor será determinante para poder siquiera especular sobre el futuro político o económico del país. Por bueno o malo que sea el enfoque de Martín Guzmán, por mal o bien que se lleven Alberto Fernández o Cristina Kirchner, decida lo que decida la Corte sobre los tres jueces, todos esos aportes serán marginales ante el aluvión de consecuencias que produjo y, por lo visto, seguirá produciendo el coronavirus. Por ejemplo, en estos próximos días, el Congreso aprobará el presupuesto en tiempo récord. Esa proyección está apoyada sobre una variable que era razonable al momento de ser redactado: que en el 2021 el coronavirus será solo un mal recuerdo. ¿Lo será? Nadie puede asegurarlo.
Todos los tratamientos han fracasado: el plasma, la hidroxiclororquina, el dióxido de cloro. Todas las estrategias cayeron. Quienes sostuvieron que la economía era la prioridad y minimizaron el riesgo, se encontraron con un aluvión de muertos en sus países. Quienes priorizaron la salud e intentaron protegerse, como la Argentina, no lograron evitar el desastre. Los países ricos que tuvieron acceso a testeos masivos y de primera calidad empiezan a entrar, resignados, uno a uno, una vez más, a confinamientos estrictos y toques de queda. Separarse es el único remedio. Pero tampoco es un remedio: ya sabemos que nadie puede separarse para siempre.
En ese contexto, se explica el viaje de la viceministra de Salud, Carla Vizzotti, a la Federación Rusa, y la firma del acuerdo con AstraZeneca, así como todas las febriles gestiones que se están haciendo alrededor del mundo para acceder a algo que, en definitiva, aún es una quimera, una fantasía, una ilusión: la vacuna. La aparición de una vacuna, efectivamente, despejaría un poco el futuro, daría algo más de tiempo para convivir con una amenaza que no terminará ese día. Pero nada garantiza que esa vacuna sea una realidad en poco tiempo. De lo contrario, no se aplicaría la tercera fase. Si se aplica, es porque se quiere confirmar algo que aún no está terminado. El resultado puede dar negativo. No sería la primera vez. Todos los científicos lo saben.
El Gobierno argentino anunció la finalización del aislamiento obligatorio luego de un proceso extenuante, durante el cual aplicó una de las estrategias más estrictas para combatir el coronavirus. Durante largos meses de angustia, ese camino pareció ser de los más efectivos del mundo. Cuando la cuarentena se quebró de hecho, empezaron a crecer los casos y luego los muertos. Hoy la Argentina es uno de los países más afectados del mundo. En pocos días tendrá incluso más muertos por millón de habitantes que el irresponsable Brasil de Jair Bolsonaro.
¿Por qué?
La Argentina pudo evitar muchas muertes gracias a que el sistema de salud se preparó y casi nadie quedó sin atenderse. De no haber ocurrido eso, entonces, tendríamos muchas más muertes que todo el resto de los países del mundo, los que se cuidaron y los que no. ¿Hay una condena divina? Nadie tiene respuesta a esa pregunta: solo balbuceos, acercamientos o especulaciones. Por momentos, pareció tomar cuerpo la crítica que le reprochaba no haber realizados suficientes tests y rastreos. Pero otros países que sí lo hicieron tampoco ahorraron muertes.
Europa occidental sufrió el primer golpe mortal durante nuestro lejano otoño, cuando aun teníamos esperanza de que nuestra conducta podía frenar, al menos en alguna medida, la tragedia. Desde allí provenían las imágenes de la gente aplaudiendo a los médicos en los balcones, y de los médicos llorando de impotencia en las terapias intensivas. Morían cada día un millar de españoles, italianos, franceses, e ingleses, por día. Pero luego, el virus les dio un respiro, ¿Por qué? La ciencia solo puede aportar balbuceos, especulaciones. ¿Y por qué volvió ahora con semejante virulencia? Tampoco se sabe. ¿Volvió el mismo virus? ¿Volvió distinto? Si volvió distinto, ¿servirá alguna de las vacunas que se están experimentando entre miles y miles de voluntarios alrededor del planeta? Nadie sabe.
Por lo pronto, luego de tantas ilusiones frustradas, tal vez sea realista suponer que, de no existir la vacuna, en unos meses el desafío volverá, y tal vez con mayor agresividad.
En ese marco de incertidumbre, las herramientas tradicionales del análisis político y económico no sirven. Están rotas, como todos los parámetros que utilizábamos los seres humanos para programar nuestras vidas antes de marzo de este año. El futuro está en tinieblas. Cristina, Alberto, Mauricio, Donald, Joe, Jair, Evo, por solo nombrar a algunos, son personajes importantes pero pequeñísimos frente a este huracán que no para.
La incertidumbre política tiene que ver, en lo inmediato, con la relación entre los gobiernos y sus sociedades. La incertidumbre económica, con los números habituales de los países: PBI, desocupación, pobreza, inflación. Pero hay algo más profundo que nadie está en condiciones de prever. ¿Cómo cambiará la mente de las personas este aluvión de incertidumbre? ¿Hacia dónde guiará sus decisiones tanta angustia acumulada? ¿Contra quién dirigirá su impotencia? ¿Cuánto será capaz de aguantar?
Mientras tanto, en el día de ayer, Francia informó al mundo que, en su territorio, habían fallecido 818 personas infectadas de coronavirus. Entre ellas estaba Fernando “Pino” Solanas, uno de los políticos nobles que tuvo la Argentina. Pino falleció en terapia intensiva en Paris, desde donde, aún moribundo, enviaba conmovedores y fatigosos mensajes a los jóvenes que no se resignan al suicidio ecológico que está viviendo la especie humana.
“Creo que el coronavirus me está ganando”, dijo, en uno de esos mensajes póstumos a los jóvenes que lo consultaban desde Buenos Aires y a los que dedicaba tiempo con pasión y generosidad.
No solo le estaba ganando a él.
Por ahora, le está ganando a toda la especie humana.
Nada ha terminado todavía.(Fuente:Infobae/Por Ernesto Tenembaum)