Un resumen y una defensa de las reglas de juego que competen al máximo tribunal y al resto de los actores institucionales del Estado
Litto Nebbia con su mágica pluma escribió: “QUIEN QUIERA OIR QUE OIGA. Cuando no recordamos lo que nos pasa, nos puede suceder la misma cosa. Son esas mismas cosas que nos marginan, nos matan la memoria, nos queman las ideas, nos quitan las palabras”.
En la Argentina de las cinco pandemias: Salud, Economía, Seguridad, Educación e Instituciones, no podemos darnos el lujo de que los relatos de la política salvaje nos quiten la memoria y las palabras. Son esos mismos relatos salvajes que operan con la palabra, y contra los cuales no alcanza solo con la verdad, imponen la destrucción de la mentira.
Como colectivo social, los argentinos somos todos responsables de la pandemia institucional que estamos viviendo, su gravedad, no todos la advierten. Es profunda, corroe los cimientos mismos de nuestra nación. Es una de las principales causas por las cuales nos hemos convertido en una sociedad fragmentada por la grieta de la política actual, que, con su menú de comida de avión (pollo o pasta) nos termina acorralando y convirtiendo, a la vez, en una fábrica de pobres.
La importancia que tiene la Corte Suprema de Justicia, como cabeza de uno de los tres poderes del Estado, no pasa por defender “personas”, sino “instituciones”. No es acerca de quienes ocupan los cinco sillones del cuarto piso del Palacio de Justicia, sino de la institucionalidad de uno de los poderes constitucionales de nuestra nación.
La ausencia de “institucionalidad”, es producto de la falta de respecto cultural que tenemos los argentinos por las reglas de juego y el cumplimiento de la ley, que nos llega desde los comienzos mismo de nuestra historia patria. Este virus ha contagiado a la inmensa mayoría de nuestra población y aún no pudimos encontrar la vacuna.
Como abogado, en prieta síntesis, cuando entiendo que una decisión judicial es errada, el remedio es la “apelación” ante el tribunal superior. Primero un juez, luego ante la Cámara de Apelaciones, compuesta por tres jueces. Si aún sigo agraviado con lo resuelto, tengo la posibilidad de recurrir ante la Corte Suprema, integrada por cinco magistrados. Con su fallo se termina la discusión. Punto. Game Over. No hay otra manera de concebir la resolución de conflictos en una sociedad civilizada. En la Barbarie, todo vale.
Nuevamente, no se trata de las personas que componen una institución determinada, sino de la institución en sí misma. Hoy nuestro presidente es el Dr. Alberto Fernández, y como tal, le debemos todo el respeto que su cargo nos impone. No por ser “Alberto”, sino por ser el presidente electo por el voto popular de la nación y ocupar el sillón de Rivadavia.
Misma consideración nos merecen los integrantes del Poder Legislativo, también, no por las personas (incluso los que besan los senos de sus compañeras en plena cesión), sino por el cargo que ocupan. Son integrantes de uno de los poderes de nuestro Estado y como tales deben ser respetados, más allá de que nos agraden o nos repugnen.
Finalmente, con el Poder Judicial sucede lo mismo. En este caso nuestra Constitución Nacional, que es el pacto social de todas y todos los argentinos, nuestra carta magna, determina que los integrantes de este poder no son elegidos por el voto popular, sino por quienes fueron votados por el voto popular, mediante un sistema de elección que hoy está en manos del Consejo de la Magistratura. Son las reglas de juego. Quien quiera oír que oiga.
La noción misma de justicia hace a la esencia del rol constitucional de la Corte Suprema. Cualquier país que carezca de un poder judicial independiente, se hace sencillamente “invivible”, es la barbarie es su máxima expresión como desprecio de la civilización.
Debemos entender de una buena vez por todas que el respeto por las instituciones, y la división de poderes, trae inversiones y trabajo para los “laburantes” de a pie. En una nación donde no se respetan las reglas de juego, las inversiones y la propiedad privada, el laburante se queda sin trabajo. Por eso en nuestra agrietada nación tenemos cada año que pasa más y más pobres. No es la única razón, pero sí es una de las principales.
Por eso los relatos salvajes de la política hacen estragos cuando “intentan” comprometer la independencia de uno de los pilares fundamentales de nuestro Estado: el servicio de justicia. La misma regla se aplica para los otros dos poderes de nuestro Estado. Las operaciones de palabra son el elemento conductor del virus de la pandemia institucional.
De igual manera le toca a la Corte hacer su parte y ganarse su propio prestigio (al igual que al poder Ejecutivo y al Legislativo). Son las dos caras de una misma moneda. No se trata de poner la mejilla, ni de castigar al que cruce la raya. Se trata de ganarse el reconocimiento de la sociedad, y eso, de por sí no es tarea sencilla, ni que se pueda hacer de un día para el otro. Pero es una tarea imprescindible para el futuro de nuestra patria.
El Poder Judicial de la Nación es uno de los tres poderes de la República Argentina, encabezado por la Corte Suprema de Justicia. Está regulado expresamente por la Constitución de la Nación argentina.
Los jueces, como bien se ha señalado en estos días, no están sujetos al voto popular. Nuestro acuerdo social (la Constitución), dispone de manera clara y precisa que la designación de los jueces de la Corte la realiza el Presidente de la Nación con acuerdo del Senado, sobre la base de una terna integrada por candidatos seleccionados en concurso público por el Consejo de la Magistratura, órgano de composición multisectorial, a quien corresponde el control directo de los jueces y la administración del Poder Judicial.
Los jueces permanecen en sus cargos “mientras dure su buena conducta” y solo pueden ser removidos en caso de infracciones graves, por un Jurado de Enjuiciamiento, integrado por legisladores, magistrados y abogados.
Son las reglas de juego. Quien quiera oír que oiga.
A su vez, el artículo 110 de la Constitución Nacional consigna que los jueces de la Corte conservan su empleo mientras dure su buena conducta. El sistema constitucional argentino consagra, como garantías de la independencia del Poder Judicial –y por consiguiente, de la seguridad jurídica del pueblo de la República- la inamovilidad de los jueces y la irreductibilidad de sus remuneraciones.
La reforma constitucional de 1994 introdujo una modificación al art. 99 de la CN, por la cual será necesario un nuevo acuerdo para los magistrados –ya sean de la Corte Suprema o de tribunales inferiores- una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Dicho nombramiento se hará por cinco años y podrá ser repetido indefinidamente.
Para ser juez de la Corte se requiere ser abogado, con un mínimo de ocho años de ejercicio en la profesión, una edad mínima de 30 años, y las demás calidades necesarias para ser senador (art. 111 CN), a las que se añaden las condiciones establecidas por el decreto 222/03. Deben publicase el nombre y los antecedentes de quien se considere idóneo para la cobertura de la vacante en un plazo máximo de 30 días de producida en el Boletín Oficial y en por lo menos dos diarios de circulación nacional durante tres días, así como en la página oficial del Ministerio de Justicia. El postulante debe presentar una declaración jurada de sus bienes en los términos indicados en la ley de Ética de la Función Pública (ley 25.188). Pondrá también de manifiesto ciertos aspectos de su desempeño profesional con las limitaciones que imponen las normas de ética vigentes.
Todos los ciudadanos se encuentran facultados para presentar observaciones respecto de los candidatos, así como las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones profesionales, entidades académicas y de derechos humanos, quienes las hacen llegar al Ministerio de Justicia y pueden ser abordadas en la audiencia pública que se lleva a cabo en el Senado luego de la propuesta formulada por el Poder Ejecutivo.
En cuanto a su remoción, de acuerdo con el art. 53 de la Constitución, es la Cámara de Diputados la que ejerce el derecho de acusar ante el Senado a los miembros de la Corte Suprema por causas de mal desempeño, por la comisión de delitos en el ejercicio de sus funciones o por crímenes comunes, por voto de la mayoría de dos terceras partes de sus miembros presentes.
A su vez, el art. 59 de la CN establece que corresponde al Senado juzgar en juicio público a los acusados por la Cámara de Diputados. El fallo requiere también de dos tercios de la mayoría de los miembros presentes y tiene como único efecto la destitución del acusado al que puede declarar incapaz de ocupar empleo alguno de honor, de confianza o a sueldo en la Nación (art. 60 CN).
El presidente de la Corte integra la línea de sucesión presidencial en caso de acefalía. Asimismo, presidirá la Cámara de Senadores en los casos en que la Cámara de Diputados formule acusación en juicio político al presidente de la República.
En resumidas cuentas, la Corte es un órgano de gobierno cuya competencia consiste en el control de constitucionalidad. Asimismo, la función de control político que desempeña es la de un poder llamado a equilibrar el sistema político. Tiene como fin garantizar la eficacia en el logro del bien común, la legitimidad y juridicidad de la actuación estatal y la activa defensa de los derechos humanos.
La independencia del Poder Judicial es la garantía instituida en favor de los ciudadanos, para que quienes tienen a su cargo la tarea diaria de impartir justicia en los hechos posteriores a su designación y sometidos a su juzgamiento, lo hagan con independencia, razonablemente, y, sobre todo, libres de influjos externos, significando un límite concreto a los demás poderes del Estado.
El Poder Judicial, es el tercer órgano de poder que integra el orden orgánico de nuestro país, luego del Legislativo y del Ejecutivo, para desempeñar tan importante tarea, debe tener la garantía de una absoluta independencia de los demás poderes y de la sociedad misma.
Tanto la Constitución Nacional como las constituciones provinciales establecen una serie de institutos tendientes a garantizar dicha independencia, como la inamovilidad de los jueces en sus cargos mientras dure su buena conducta y hasta que a través de un proceso particularmente establecido para los mismos, como lo es el “Jure de Enjuiciamiento” a través del Concejo de la Magistratura y el “Juicio Político”, puedan ser removidos por las causales expresa y taxativamente establecidas constitucionalmente. Vale aclarar que los miembros de los dos poderes del estado también tienen un sistema establecido para el caso de su desplazamiento “anticipado” al voto popular.
Asimismo, se refuerza la garantía, asegurando a los Magistrados y funcionarios, que su salario permanecerá incólume hasta el cese en sus funciones, expresándolo el art. 110 de la CN del siguiente modo: “…y recibirán por sus servicios una compensación que determinara la ley, y que no podrá ser disminuida en manera alguna, mientras permaneciesen en sus funciones”.
Lo mínimo que podemos pedirle a una estatua, es que se quede quieta.
De igual manera, lo mínimo que podemos pedirle a nuestros gobernantes es que actúen dentro del límite de sus atribuciones, respetando la independencia y autonomía de los otros dos poderes de nuestra nación: el legislativo y el judicial.
Y si fuera el caso, promover los mecanismos constitucionales pertinentes para apartar a quien se considere ha incumplido con sus funciones como integrante de uno de los tres poderes que conforman nuestro Estado Nacional.
Son las reglas de juego: quien quiera oír que oiga. (Fuente: Télam)