“Destruyen la economía”. “Va a morir más gente por culpa de la cuarentena que por culpa del coronavirus”. “La gente está harta de la cuarentena”. “Suecia no cerró la economía y sin embargo no le va tan mal”. “Chile actuó de manera inteligente. No es un estado bobo como el nuestro”. “Esta es la cuarentena más larga del mundo”. “¿Por qué no miramos lo que hizo Uruguay?”. “Quieren instalar una dictadura con la excusa del coronavirus”. “Hay un clima Malvinero”.
En las últimas semanas, tal vez el lector haya escuchado o leído, repetidas veces, las afirmaciones con las que arranca esta nota. El debate público argentino, que es siempre muy vital y apasionado, reprodujo de esta manera un debate muy duro que, desde hace 90 días, agita, con variantes, a casi todas las democracias del planeta. Esa discusión básicamente gira alrededor de cómo debe enfrentarse el coronavirus, si debe realizarse la cuarentena, cuánto debe durar, y cuáles deben ser los límites de su implementación. En algún sentido, es lógico que cada vez que se extiende la cuarentena las personas enojadas suenen más fuerte.
¿Tienen razón? ¿Es responsable lo que hacen? ¿Esas afirmaciones se apoyan en hechos reales? ¿Son argumentos o apenas slogans? ¿Aportan al necesario debate público o lo enrarecen? Tal vez sea conveniente darles un contexto para fundamentar las respuestas a estas preguntas.
El dato que ayuda a entender el marco en el que se da este debate es el nombre de los países con mayor cantidad de muertos en los últimos días: Estados Unidos, Brasil, Reino Unido y México, por una abrumadora diferencia con el resto. De esos cuatro casos, los dos primeros tienen líderes que hasta el día de hoy recomiendan seguir la vida como si tal cosa: Donald Trump y Jair Bolsonaro.
Los otros dos demoraron el encierro. Cuando los italianos y los españoles le gritaban al mundo que se aislaran, que esa era la única manera de evitar lo que les estaba pasando a ellos, Boris Johnson y Andrés Manuel López Obrador promovían que la gente siguiera en las calles, en las manifestaciones, en las escuelas, en los teatros. Esas semanas de contrasentido permitieron al virus difundirse en sus países.
Los Estados Unidos lamentarán en los próximos días sus primeros cien mil muertos, el Reino Unido 35 mil, Brasil 20 mil, México 7 mil. Son cifras trágicas que, como se ve en el resto de la región donde se ubican esos países, podrían haberse evitado con una política razonable. A su manera, funcionan como una advertencia: cualquier gobernante que siga el camino de ellos, correrá el riesgo de obtener esos resultados.
La evidencia es tan abundante -y aterradora- que quienes niegan el aislamiento social como método para evitar la muerte ya podrían ser equiparados con el movimiento antivacuna, o los terraplanistas. Siempre se puede sostener que es el Sol el que se mueve y no la Tierra o que la teoría darwinista debe ser reemplazada por la creacionista. Así es la democracia y todo el mundo tiene el derecho a opinar. Pero eso habla mucho de quien defiende esas posiciones.
Así como el consenso científico del mundo entero es abrumador respecto de la importancia del aislamiento social y de las restricciones, no hay evidencias de que su extensión aumente el sufrimiento económico en comparación con las alternativas reales. ¿Que pasaría si los anuncios de ayer hubieran liberado todo? ¿Cuántos muertos habría en dos semanas? ¿Y en cuatro? ¿Qué pasaría en los hospitales y en los cementerios? ¿En cuánto tiempo habría que volver a encerrarse con el dolor de estar conviviendo con tantos fallecidos? Son las preguntas que se hacen gobernantes y científicos en todo el mundo democrático. ¿Cuánto? ¿Cómo? ¿Cuándo? No hay respuestas terminantes a esas preguntas. Cada país encuentra sus respuestas. Pero ninguno de ellos abre, sin más.
“Es la cuarentena más larga del mundo”, sostuvieron esta semana varios títulos y muchos colegas. Es otro argumento que necesita un poco más de desarrollo para ser convincente. La reapertura es un proceso que avanza a tientas (“Tip toe steps”, pasos en puntas de pie, ha dicho The New York Times), con marchas y contramarchas, enorme incertidumbre y grandes diferencias entre países y dentro de cada país. Algunos, como España, abren un poco. Otros, como Chile, se cierran.
En la inmensa mayoría de Europa y América hay límites estrictos aun hoy a la libertad de reunión, de movimiento y de trabajo. No hay manifestaciones, ni bares, ni restaurantes, ni reuniones familiares sin límites estrechos de participantes, ni multitudes en estadios, cines, o teatros, y se limita en extremo la concentración de personas en el transporte público. Es difícil establecer una tabla de posiciones sobre qué cuarentena es más o menos estricta, más o menos extensa. La expresión “toda Europa abre y la Argentina, no” no solo es falsa: es disparatada.
Pero, además, si fuera la más larga, ¿estaría necesariamente mal eso? Un economista difundía esta semana en las redes sociales un gráfico donde mostraba que tras solo un mes de cuarentena, Francia logró bajar del pico de contagios y muertes hasta controlarlas y por eso empezó a relajar (muy suavemente, hay que decirlo) la forma de encierro. El argumento omite algunos asuntos centrales. Francia entró en cuarentena ya con decenas de muertos: cuando la curva escalaba. Eso le produjo un costo que orilla los 30 mil fallecidos. Es lógico que si otro país -como Argentina- se cierra antes para evitar ser sorprendido por un aluvión de enfermos, el encierro dure más porque se tarda mucho más en alcanzar el pico. Pero además, el “control de la pandemia” en Francia sigue produciendo alrededor de 50 muertes diarias. El dato sin el contexto puede llevar a una conclusión equivocada.
“Va a morir más gente por culpa de la cuarentena que del coronavirus”, es otra frase repetida. Un colega sostuvo eso apoyado en un informe del Instituto Cardiovascular de Buenos Aires, según el cual en este semestre podrían morir hasta nueve mil personas más que el año pasado por no haber consultado a tiempo sobre dolencias cardíacas. Lo que omitía el planteo es que la cuarentena no impide hacer esas consultas. Al contrario, en las conferencias diarias del Ministerio de Salud, se insistió varias veces en que las personas pueden y deben consultar por problemas de salud no relacionados con el Covid-19. Si la gente no consulta, es por el miedo al contagio y no por la cuarentena. Además, 9.000 es un número extremo: si la gente consulta, aun con cuarentena, no morirá. Es una advertencia. No un hecho. ¿Cuál es el sentido de jugar con esa cifra?
El ejemplo de Suecia, con el que se martillaba hace un mes, ya quedó muy antiguo. La propia embajada de ese país aclaró que su economía sufrirá mucho este año. Pero, además, es muy impactante el contraste entre su cantidad de muertos por millón de habitantes (396) si se la compara con Noruega (43) y Finlandia (55), los otros dos países escandinavos que tomaron medidas más restrictivas, aunque también más moderadas que Italia, España o Argentina. Por fuera de eso, ¿es posible comparar, así, sin más, a la Argentina con países que tienen los mejores sistemas de salud e indicadores sociales del mundo?
El ejemplo de Chile también es muy cuestionable, tanto que el propio Sebastián Piñera decidió hace dos semanas imponer una cuarentena estricta en la región de Santiago por la explosión de casos y el crecimiento de la cantidad de muertos. La “estrategia inteligente” fue reemplazada por un encierro masivo y sin excepciones, en medio de un colapso sanitario que, en parte, se debe a la inexistencia de salud pública.
La utilización del caso uruguayo es otro ejemplo de descontextualización de datos. Uruguay es uno de los países que manejó la cuarentena de manera admirable y ahora sus chicos, progresivamente, van volviendo a clases. La diferencia con la Argentina es que Uruguay no tiene una megalópolis como la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, que es donde aquí se produce el 85 por ciento de los casos. Uruguay se parece, por su dimensión, y por la cantidad de habitantes de su capital, a Santa Fe. Rosario tiene casi los mismos habitantes que Montevideo, la provincia tiene casi los mismos habitantes que Uruguay. Nada es comparable completamente con nada. Pero, si sirve como referencia, Santa Fe tiene menos fallecidos que Uruguay.
Seguramente es cierto que la sociedad está harta de la cuarentena: hay angustia por el encierro, por la distancia con los seres queridos, por la falta de trabajo. Pero, ¿habrá alguna forma de medir si prefiere convivir con esas angustias o con el riesgo de contagiarse o contagiar a otros? Con todas las dudas que generan, por sus últimos errores graves, los estudios de opinión reflejan que el apoyo a la cuarentena -que es alto- no depende de su extensión sino de la evolución del número de casos: es algo bien natural.
Las referencias al supuesto “clima malvinero” también son un tanto exóticas. En un caso, una dictadura declaró una guerra a la cual envió a miles de soldados sin preparación ni armamento adecuado, todo en un clima de censura extrema. El argumento pertenece a una saga en la cual Mauricio Macri es Videla, Cristina Kirchner es Maduro y, ahora, Alberto Fernandez es Galtieri. Como mínimo, es una exageración. Solo un detalle: el primer impulsor del encierro, cuando en el gobierno nacional se subestimaba al coronavirus, fue Fernán Quirós, el ministro de Salud de Horacio Rodríguez Larreta, un líder opositor.
Nada de esto quiere decir que la Argentina sea un país ejemplar. Cada país hace lo que puede en un marco de incertidumbre tremendo. Todo es tan doloroso, que cualquier tabla de posiciones parece de una frivolidad ofensiva. El consenso científico sostiene que hay que mantener la cuarentena mientras no se supere el pico de contagios y muertes. En ese proceso, finalmente, entra la Argentina en los próximos días. Habrá seguramente mucho dolor. Y nadie sabe cuál será la altura de los números, dadas las evidentes fragilidades sociales del país. El tiempo ofrecerá una perspectiva para medir si lo que se hizo estuvo bien.
En ese contexto, el debate sobre lo que ocurre es imprescindible. Pero, ¿no sería una mejor manera de honrar ese debate ser preciso en los argumentos, un poco menos enfáticos y previsibles, algo más serenos? Si, en realidad, nadie es el dueño de verdad, ¿para qué aturdir a la sociedad con las nuestras, que en realidad son tan frágiles y, a veces, sesgadas por las pasiones políticas?
En la vida, hay personas que calman a las demás y otras que las exasperan, algunos intentan sanar los naturales enojos y otros estimularlos.
En momentos tan trágicos, para quienes participamos del debate público, tal vez ese sea una dilema central. (Infobae – Por Ernesto Tenembaum – Fotoi Franco Fafasuli)