Detrás del barbijo
Infectólogo prestigioso, tiene 5 hijos y 9 nietos a los que extraña. La historia del joven que vendía masas en Las Violetas, inventó una monografía para conquistar a su mujer y fue el primer graduado universitario de su familia
«Transformate en un científico y olvidate de todo». Eduardo López cortó el teléfono y se tomó diez días para pensar. Fue una tarde de diciembre de 1977. La Policía había preguntado por él en el Hospital Gutiérrez: querían interrogarlo. López, que ya era médico especializado en pediatría e infectología, ya se había ido a su casa. Era instructor de residentes y les había aconsejado quejarse de la falta de insumos cada vez que hiciera falta. Los residentes habían hecho público ese reclamo a través de una carta. En esos diez días, López no fue al hospital y chequeó si había alguna posibilidad laboral en Dallas, la ciudad estadounidense en la que ya había trabajado durante algunos meses. Había. Pero decidió quedarse. Fue un cura tercermundista quien le dijo que se transformara en un científico y se olvidara de todo. «Hice caso. Durante algunos años hice caso. Pero sé que si uno quiere generar un mejor hospital, una mejor salud pública, hay que hacer política. No política partidaria. Pero hay que hacer política».
Eduardo López cuenta esos diez días de diciembre de 1977 para responder qué miedos sintió y siente al hacer su trabajo. Sigue creyendo en lo de hacer política para hacer salud pública. Por eso, a sus 74 años, le dijo que sí a Carla Vizzotti, secretaria de Acceso a la Salud de la Nación, cuando lo convocó a ser parte del Comité de Expertos que asesora al Poder Ejecutivo para amortiguar los efectos del coronavirus en la Argentina.
Desde que forma parte de ese equipo de infectólogos y epidemiólogos -y del grupo de WhatsApp, que se llama COE Covid19, por «comité de expertos»- duerme una hora menos por noche. Cinco en vez de seis. Toma mate amargo todas las mañanas, lee Clarín y La Nación en papel, y entra a tres sitios científicos a revisar las novedades: Lancet, Jama y New England Journal of Medicine. Usa un elíptico, una colchoneta, pesas y flexores para hacer ejercicio aeróbico y muscular tres veces por semana. Trata de dormir una siesta que mida entre cuarenta minutos y una hora, y todas las tardes, entre las 17.30 y las 18, vuelve a tomar mates amargos en un balcón de Recoleta que le queda muy cerca a la Biblioteca Nacional y desde el que se ve el Río de la Plata. En la silla de al lado, como desde hace cuarenta y siete años, está Ada.
Se conocieron en Villa Sarmiento, en el partido de Morón. Vivían a 56 pasos de distancia. López los contó algunas veces hasta que se animó a tocar el timbre por primera vez en esa casa donde vivía la chica que le gustaba y donde el poder adquisitivo era mejor que en la casa de sus padres. Dijo que necesitaba la ayuda de Ada -que se había recibido de maestra en la escuela secundaria- para una monografía de la Facultad de Medicina. Algo sobre la angustia de los chicos durante el primer día de primer grado. El trabajo de investigación era un invento pero el acercamiento ya estaba hecho, así que en algún momento tanteó si ella iba a bailar los sábados con algún otro chico del barrio, y cuando vio que no, la invitó a tomar algo. Fueron novios durante algo más de dos años, y se casaron hace cuarenta y cuatro.
«Ada es el factótum de la familia. Ella organizó la casa mientras yo estaba todo el día en el hospital». Ada dejó la docencia para criar cinco hijos que ahora andan entre los 43 y los 35 años. María Laura es psicóloga, Juan Pablo es productor agropecuario, Nicolás es abogado, Mercedes es licenciada en Administración, y Santiago, el más chico, es médico y, como su padre, se especializó en infectología con pediátrica. López tiene nueve nietos pero sólo cinco -todas mujeres- viven en Argentina: hay otros tres en Estados Unidos y uno en San Pablo, Brasil.
De vivir sin tener que cumplir con el aislamiento social preventivo y obligatorio Eduardo López extraña varias cosas. Que algunas de esas cinco nietas se queden a dormir en su casa; ir al cine los fines de semana con Ada a ver alguna película argentina o alguno de los grandes tanques de Hollywood, aunque sus preferidas son las italianas que protagonizaron Vittorio Gassman, Alberto Sordi o Marcello Mastroianni. Extraña también su butaca -y la de Ada- en un palco del Teatro Colón: tienen abono desde hace cinco años y sus óperas favoritas son las de Verdi, especialmente La Traviata. Pero lo que más extraña de estos días de confinamiento es el hospital.
Cada vez que López habla de «el hospital» está hablando del Hospital de Niños «Ricardo Gutiérrez», en el que empezó como residente y desde hace quince años es Jefe del Departamento de Medicina, el cargo más alto al que se puede llegar por carrera. En 1970 se recibió de médico en la UBA. Había llegado hasta ahí después de debatirse entre varias vocaciones.
De adolescente, y por iniciativa más individual que familiar, se había acercado a los grupos parroquiales de su zona. El interés fue tal que tuvo algunas entrevistas para hacerse seminarista y, con el tiempo, cura. Decidió que su destino no era por ahí pero siguió en contacto con curas tercermundistas -como aquel al que le pidió un consejo la tarde que la Policía lo fue a buscar en plena dictadura- y con la religión. López es católico y antes de la cuarentena iba a misa con cierta regularidad. Bajo la premisa de que existe un Dios misericordioso y de que lo mejor que le puede pasar a un ser humano es amar a otro ser humano, predica que como médico hay que atender de la forma que cada uno querría ser atendido. Tal vez esa misma formación lo haya llevado a sostener que la legalización del aborto debería plebiscitarse como ocurrió en Irlanda, un país de matriz marcadamente católica en el que finalmente se impuso el «Sí».
Abogacía o Medicina. Esa era su duda existencial cuando decidió que no sería cura. A veces, más de medio siglo después, esa duda vuelve a asaltarlo. Se calma cuando piensa que desarrollarse profesionalmente lo hace sentir realizado. Incluso estudió dos años de Sociología cuando ya era un alumno avanzado de Medicina. Dejó: no podía con las dos carreras y el trabajo que estuviera haciendo en ese momento.
Primero dio clases de apoyo a alumnos de escuelas secundarias que fueran, a la vez, sus vecinos de Villa Sarmiento. Con ellos había jugado al fútbol de chiquito o a la pelota-paleta de adolescente. A ellos les había mostrado sus dotes de 4, un defensor lateral «áspero», de los que si tenían que poner la pierna firme, la ponía. Para ganar un poco más de plata, cambió de rubro: durante algún tiempo, trabajó como ensamblador de cortaplumas en una fábrica vecina. Y a la par de los últimos tres años de carrera universitaria, viajó cada viernes, sábado y domingo desde Morón hasta Almagro.
Es que su papá, un gallego que había trabajado como panadero desde muy chico, había crecido en su rubro: tuvo sus panaderías y sus confiterías, y llegó a ser gerente general de Las Violetas. Así que López se hizo desde abajo, literalmente: primero ensambló sándwiches y canapés en el sótano de la confitería, después despachó budines y masitas en el mostrador, y alguna vez le tocó reemplazar al mozo que hiciera falta.
«Elegí pediatría porque de esa manera usted está manejando el futuro biológico de un país. La medicina de adultos repara, pero la de chicos acompaña el desarrollo, es otra cosa», cuenta López, un hombre al que el tuteo no le es familiar. La infectología ya le interesaba desde que había cursado Microbiología, cátedra de la que llegó a ser Jefe de Trabajos Prácticos. Fue durante esos años -1970, 1971, mientras se cocinaba el regreso de Perón, todavía proscripto- que fue también el delegado sindical de ese grupo académico y se acercó a gremios de docentes universitarios.
Como eligió pediatría, entró al Gutiérrez. Allí fue residente, jefe de residentes e instructor de residentes. Creó el Laboratorio de Infectología que todavía funciona y en el que se investigó, por ejemplo, el síndrome urémico hemolítico, la hepatitis A y el sida en niños y en fetos. Allí impulsó que Infectología tuviera consultorios externos, en los que, una vez por semana -al menos hasta que empezó esta cuarentena- atiende interconsultas de otros infectólogos que derivan a su consultorio a los pacientes con casos más complejos. Una vez por trimestre acompaña a los residentes en sus rondas. Cinco veces por semana se mete en el laboratorio con los investigadores a los que dirige, mientras encabeza el posgrado de Infectología Pediátrica de la universidad en la que se recibió y la formación en Vacunología de la Universidad del Salvador.
Autoexigente. Exigente con los demás. A veces, duro y difícil a la hora de exigir. Buena persona. Son algunos de los adjetivos que desde hace décadas rodean a López en los pasillos del Hospital Gutiérrez, del que sólo se fue entre 1987 y 1989: ya con Ada y sus cinco hijos, viajaron a Houston, Texas. Él investigó en un laboratorio, especialmente el síndrome urémico hemolítico, que en Argentina tiene la mayor prevalencia del mundo. Ella, la factótum, se ocupó de los hijos y dio clases de Español. A 8.135 kilómetros de Buenos Aires, López compró una parrilla para no abandonar una costumbre: preparar asados más bien secos, a pesar de las preferencias de varios de los chicos.
En 1989 le ofrecieron quedarse un tiempo más y también le ofrecieron una beca de 50.000 dólares: la obtuvo aplicando a una fundación mormona. Decidió usar la plata para investigar en Argentina. En apenas una semana en el país, el plan Bonex convirtió los 50.000 dólares en 2.500 y a Ada le robaron el auto. Enseguida se acordó de que en Houston no había que preocuparse por la inflación o el pluriempleo, condición laboral que sabe inherente a los médicos en Argentina y en toda Latinoamérica. Para estar tranquilo, cree López, un médico debería ganar 120.000 pesos por un trabajo de ocho horas. Un enfermero, no menos de 80.000 o 100.000. Sobre todo porque el pluriempleo hace que el trabajador de la salud esté intranquilo, y eso lo hace exponerse a mayores riesgos.
Esa fue una de las cosas que aprendió cuando fue parte del comité asesor del Gobierno de la Ciudad durante el brote de Gripe A, en 2009. Aprendió varias: que hay que equipar al trabajador de la salud para que sienta tranquilidad a la hora de atender a un paciente, que a la pandemia hay que correrla de adelante -lección que le sirvió para impulsar la cuarentena ante el coronavirus, y que hay que mantener la calma. López mantiene la calma mirando poca televisión abierta y varias series -Califato, en Netflix, fue la última que compartió con Ada. También lee, sobre todo a filósofos e historiadores como Umberto Eco, Francis Fukuyama, Heidegger, Michel Foucault, Fernando Savater y Yuval Noah Harari. Y las novelas de Morris West.
Es hijo de una mujer que no terminó la primaria y que trabajó limpiando casas y cocinando hasta que se casó con su papá, que completó hasta sexto grado y que fue panadero y confitero durante toda su vida. La inagotable capacidad de trabajo sus padres, la inteligencia emocional de su papá, y las recetas con pimentón de su mamá, Fermina, son parte del relicario de López. En 1970, cuando le dieron el diploma, se convirtió en el primer graduado universitario de su familia, y fue el único entre sus tres hermanos en alcanzar ese objetivo.
De esos padres gallegos heredó también lo de ser hincha de San Lorenzo: una vez, a los veinte años, se tiró debajo de un auto para que los caballos y los gases lacrimógenos que tiraba la Policía a la salida del Gasómetro no lo alcanzaran. En 2014 festejó la Copa Libertadores con una foto del escudo azulgrana en el último slide de una presentación que hizo en Iguazú ante los miembros de la Dirección Nacional de Enfermedades Inmunoprevenibles.
Desde que Carla Vizzotti lo convocó hasta ahora, esta pandemia también le ha dado algunas lecciones. La principal es que los médicos no tienen que ser tan soberbios. «El coronavirus nos hizo ver muy claramente que no sabemos todo. Hay información contradictoria todo el tiempo y hay que trabajar en equipo para tomar decisiones», sostiene. La cuarentena que impulsó y apoya lo volvió parte del comité de expertos y grupo de riesgo, todo al mismo tiempo. Contagiarse no lo asusta pero le preocupa, así que son días en los que, como un mantra, repite eso de que soldado que huye sirve para otra batalla. Pero lo que más lo inquieta no es eso, sino la misma pregunta que se ha hecho varias veces delante de un paciente: «¿Sabré lo suficiente como para curarlo?». (Infobae)