Ya pasaron seis meses de la irrupción del coronavirus y el mundo se encuentra en todas las etapas de la pandemia. Mientras América del Sur sufre sus picos inclementes y África y parte de Asia se preparan, con miedo, para la llegada de la montaña de casos, Europa y áreas de Estados Unidos empiezan a dejar atrás el flagelo de muerte y contagios y Nueva Zelanda anuncia oficialmente que logró algo que, hace tan solo unos meses parecía una idea desquiciada: la eliminación del virus.
Sin un manual, cada país tomó una estrategia diferente: testeo intensivo, rastreo y aislamiento de contactos más distanciamiento social en Alemania y Corea del Sur; inmunidad de rebaño en Suecia; las cuarentenas flexibles y dinámicas de Brasil y Chile y los confinamientos estrictos de Wuhan, España, Italia, la Argentina, Perú o Israel.
Con un costo económico que aún no mostró su verdadera profundidad, la Argentina optó por el último y logró demorar y, en principio, aplacar la curva de casos. Y ahora, más de 100 días después de haber registrado su primer caso, el número de contagios empieza la escalada. El fenómeno de muerte y contagio, que tanto atormenta a sus vecinos, llega justo cuando la paciencia y el cuidado de los argentinos comienzan a diluirse y la recesión se ensaña con la economía.
El «timing» del pico, que en Europa irrumpió inmediatamente después de ordenadas las cuarentenas y permitió liberar las restricciones después de menos de dos meses de encierro, tiene, sin embargo, dos ventajas que pueden ayudar a la Argentina no solo a combatir el crecimiento de casos, sino a planificar con más certeza el desconfinamiento. Son oportunidades que países como Brasil o Chile no tuvieron porque se toparon con el aluvión de infecciones y decesos que los tiene copados hace más de un mes
Esas ventajas vienen desde la ciencia y la medicina y pueden resultar tan decisivas como el número de respiradores o camas de hospital que tiene un país para evitar el colapso sanitario.
La ciencia empieza a armar su rompecabeza
Si de Italia llegó el grito del horror en marzo, de allí arriba también la señal de esperanza. El país ya está casi por completo abierto y, aun así, caen sostenidamente las cifras de infecciones. Con asombro, uno tras otro, varios neumonólogos, infectólogos y epidemiólogos hablan, desde fines de mayo, de un apaciguamiento del coronavirus y de la increíble reducción del número de pacientes críticos.
«Sucedió algo con la agresividad viral y no depende solo del número de casos. No sabemos si es algo con la carga viral o si es una mutación no identificada u otra cosa. No es solo una cuestión estadística; los cuadros de pacientes devastados que vimos en la primera fase no los vemos desde hace un mes y medio», dijo esta semana el neumonólogo milanés Sergio Harari, del hospital San Giuseppe, al Corriere della Sera.
Su afirmación, respaldada por escasa evidencia científica por ahora, tuvo eco positivo entre varios colegas, sobre todo de la golpeada Lombardía. El Instituto Superior de la Sanidad, pilar de la gestión de la estrategia italiana contra la pandemia, fue cauteloso y advirtió, sin embargo, que el virus sigue dando vuelta en la península y así será por mucho tiempo.
La alentadora observación de los médicos lombardos tuvo, también, cierto respaldo desde Gran Bretaña, el último epicentro europeo y escenario hoy de una curva sistemáticamente descendente. Allí, el Instituto Jenner, de la Universidad de Oxford, lleva adelante uno de los proyectos más avanzados de vacunas contra el Covid-19. Ante la caída del número de infecciones en los epicentros del virus, desde Lombardía hasta Nueva York, Adrian Hill, el jefe del equipo de investigadores, se permitió una ironía: «Lo nuestro es ahora una carrera contra la desaparición del virus». ¿Por qué? Porque necesitan pacientes contagiados para los ensayos clínicos de la potencial vacuna. Y cada vez hay menos.
Entonces ¿pierde vigor el virus que cambió el devenir de 2020 y probablemente de los próximos años? ¿O hay más inmunidad de la que se calculó hasta ahora? ¿De existir, efectivamente, esa inmunidad es por un contagio masivo, pero subnotificado o por otras razones también poco evidentes?
Son preguntas aún con pocos indicios de repuesta, son piezas que faltan en el gran rompecabeza del coronavirus. Pero en la ciencia, una vez que se llega al punto de poder plantear un interrogante, empieza el proceso para dar con su respuesta. Los tiempos de la ciencia son más lentos y esforzados que los de la pandemia, pero ya hay algunas hipótesis en construcción.
Karl Friston es una de las mayores eminencias en la neurociencia europea y creador de uno de los modelos que anticipó, con bastante precisión las fechas de la curva británica, y cree que hay una razón aún no verificada pero muy certera en la contundente diferencias de contagios y muertes entre Gran Bretaña (293.000 infecciones y 41.400 muertes) y Alemania (187.000 contagios y 8800 decesos), pese a tener muchas similitudes demográficas y culturales: «la materia negra inmunológica».
«No podemos verla pero sabemos que está ahí», dijo Friston, la semana pasada a The Guardian, para explicar por qué cree que los alemanes tal vez tengan una «resistencia natural» contra el virus.
Otra hipótesis, evaluada también por científicos europeos y norteamericanos, es la de la posibilidad que exista inmunidad cruzada de otros coronavirus, es decir que un resfrío proveniente de un virus así haya dejado anticuerpos capaces de defendernos contra la infección del Covid-19.
En la Argentina, todos esos escenarios parecen aún lejanos, pero presentan datos que pueden ayudar en la poscuarentena. Las autoridades sanitarias de la ciudad de Buenos Aires especulan con que lo que sucede en Italia se debe a que «ya debe haber un 10 o 15% de población contagiada»; esa proporción -que no fue aún certificada por el gobierno italiano- «bloquea ya significativamente» la circulación del virus. El nivel y la trayectoria de ese contagio -un «vendaval de infecciones»- nada tienen que ver con los locales, «salvo en la villa 31». «Son dos curvas muy diferentes; la nuestra es más parecida a la Corea del Sur o a la de Israel», dijo un funcionario local.
Ambas trayectorias son más planas y aliviadas que las europeas, pero también más extendidas en el tiempo. Y de una de ellas llega una lección médica que también puede servir a la Argentina en el momento de terminar con las cuarentenas.
Después de un estricto confinamiento de varias semanas, Israel levantó las restricciones a principios de mayo y empieza, un mes y medio después, a ver rebrotes. Algunos inquietan tanto a su gobierno al punto de ordenar cerrar 100 escuelas la semana pasada. Sin embargo, un dato también sorprende a los médicos israelíes: el repunte de infecciones no se ha traducido todavía en más pacientes críticos, es decir que los enfermos no llegan a etapas de gravedad.
Y la medicina le sigue el rumbo
El dato tiene su raíz en la estrategia sanitaria. Israel tiene una de las mayores cifras de tests por millón de habitante (79.000 contra 5000 de la Argentina) y un aceitado sistema de rastreo de contactos. La detección rápida permite no solo aislar y romper la cadena de contagio sino comenzar velozmente con el tratamiento del paciente.
Alemania fue, en cierta forma, la precursora de ese plan; ya en febrero y marzo buscó anticiparse al desmejoramiento de los pacientes con una detección rápida y una atención primaria reforzada y preparada para detener el avance del virus sobre el cuerpo en sus etapas iniciales.
En las antípodas de la estrategia alemana está la chilena. En marzo, ante la inminencia de la llegada de la pandemia, el gobierno de Sebastián Piñera ordenó la compra de cientos de miles de tests y el refuerzo inmediato de las terapias intensivas de hospitales públicos y privados, como principal medida para alistar el sistema sanitario. Hoy, con 150 muertos por millón de habitantes (contra 104 de Alemania), muchos especialistas y ex funcionarios chilenos creen que el error del país fue no concentrarse lo suficiente en la atención primaria para impedir que los pacientes llegaran a las terapias intensivas.
Seis meses de combate a la pandemia no solo le enseñaron a la medicina dónde y cómo concentrar sus esfuerzos si no también cómo maximizar el manejo clínico de los pacientes de coronavirus, es decir las maneras más eficientes de tratar a los enfermos y, en definitiva, de salvarlos del destino más terrible.
Hoy, seis meses después de que el coronavirus irrumpiera con toda su fuerza, la medicina tiene todo un set de «trucos» efectivos para preservar la vida de los pacientes, plasmados, desde fines de mayos, en una detalladísima guía de 62 páginas de la OMS, que recomienda desde lugares donde aislar a ciertos pacientes hasta la profilaxis para el síndrome inflamatorio detectado en niños y los cuidados paliativos para enfermos agónicos.
Esos trucos incluyen técnicas como la pronación de pacientes con severas dificultades respiratorias o las recomendaciones para evitar la hipercoagulación que, según autoridades y médicos de la Argentina y del resto del mundo, resultaron decisivas para salvar pacientes y tan importantes como la cantidad de respiradores con los que cuenta un país.
«Se ha protocolizado mucho los marcadores y esa es una de las ventajas de que estos casos lleguen tarde a la Argentina», dijo a La Nación un científico argentino que trabaja en Estados Unidos.
El curso aceleradísimo que hizo la medicina sobre el manejo clínico de los pacientes ya le permite poner un tope a la letalidad del coronavirus. Sin embargo, aún le falta un capítulo decisivo: el de las terapias probadas con eficacia y seguridad. En marcha y con buen prospecto están el remdesivir, los anticuerpos monoclonales, el plasma convaleciente y otras de menos proyección. (La Nación – Por Inés Capdevila)