WASHINGTON.— Ahí estaba la palabra tan temida, después de 10 meses de hacer hasta lo imposible por evitarla: “Detectable”. El hisopado de mi esposa había dado positivo. Había que hacer algunos llamados y evaluar las posibles complicaciones.
En el año que pasó, mientras el fracaso de Brasil para controlar el virus hacía colapsar el sistema de salud y desataba la peor crisis humanitaria en la historia del país, me atormentaba pensar qué sería de nosotros si Emily o yo nos enfermábamos. Era un pánico repentino que me asaltaba después de entrevistar a alguien que había perdido a un ser querido sin atención hospitalaria. O cuando leía los alarmantes titulares en los medios de prensa locales.
“Río de Janeiro: más de 1100 enfermos de Covid esperan una cama de hospital.”
“Cada vez son más los que mueren en sus casas.”
“No se ve la salida.”
“La terapia intensiva del sistema privado está al 98% de su capacidad.”
Y ahora había llegado a nuestra casa. Con la esperanza de zafar de lo peor, pero sin certeza alguna, hicimos algunos llamados. Nos comunicamos con nuestro médico en Estados Unidos. Nos dijo que sin duda alguna yo también estaba infectado, y nos aconsejó descanso, aislamiento, mantenernos bien hidratados, y poco más que eso.
Cuando contactamos a algunos médicos brasileños, sin embargo, nos urgieron a actuar de manera más directa y sin demoras.
“Es importante que vengan a la clínica para que el cuadro no empeore”, nos presionó una médica. En septiembre, un amigo mío se había enfermado con síntomas de dolor de cabeza y pérdida de olfato, y esa misma médica le había recetado una retahíla de remedios que desde entonces mi amigo recomendaba con fervor. Un antipalúdico llamado cloroquina. Un antiparasitario para perros y ganado en pie llamado ivermectina. La azitromicina, un antibiótico más conocido. Un anticoagulante, el clexane. Y un corticoide.
“Tienen que empezar el tratamiento cuánto antes”, insistía la médica en uno de esos intercambios.
Angustiados y no del todo seguros, conseguimos la azitromicina y la ivermectina, y así fue que nos enteramos del plan de tratamiento para el coronavirus que hace furor en Brasil, a pesar de su escasa demostración científica. Ese cóctel de pastillas, por el que muchos llegan arrastrándose hasta la farmacia, ha sido adoptado por autoridades locales de todo Brasil y hasta figura entre las recomendaciones del Gobierno federal.
Los funcionarios lo llaman “tratamiento temprano”, pero la gente en la calle le puso otro nombre: es el “Kit Covid”.
La incertidumbre de la pandemia ha dado lugar a la aparición de curas milagrosas en todo el mundo, y sobre todo en América Latina. En Bolivia hay gente que compra dióxido de cloro, un blanqueador utilizado para limpiar el agua de las piletas. En Venezuela, el presidente Nicolás Maduro instruyó a los hospitales públicos para que administren interferón alfo-2b, una medicación antiviral y anticancerosa, a los pacientes con coronavirus. Y los médicos de toda la región dicen que casi no hay paciente que no haya probado con la ivermectina.
Pero nadie ha impulsado los remedios no demostrados y potencialmente peligrosos con más ahínco, dramatismo y convicción que el presidente brasilero Jair Bolsonaro.
Su pastilla preferida fue y sigue siendo la hidroxicloroquina: la promociona en las redes sociales y canta sus loas en los comentarios de sus seguidores. En julio, cuando se contagió, Bolsonaro aseguró que se había automedicado ese fármaco antipalúdico, y tras su recuperación, en el transcurso de una ceremonia presidencial enarboló una caja del medicamente y se autoproclamó “Dr. Bolsonaro”.
“El tratamiento temprano salva vidas”, declaró Eduardo Pazuello, el tercer ministro de salud de Bolsonaro desde que arrancó la pandemia.
Nosotros teníamos nuestras dudas, y la incertidumbre siguió hasta que nos curamos. Pero nada se compara con el impacto emocional de contraer un virus que ha matado amillones de personas y ha dejado a millones más con secuelas de por vida. Están el miedo y la incertidumbre, por supuesto, pero sobre todo hay una terrible sensación de impotencia. Algunos médicos dicen que hay que esperar y ver, pero otros médicos —y los funcionarios—, dicen que podemos hacer mucho más.
¿A quién creerle? ¿Qué hacer?
Empezamos consultando a más médicos: seis en total. Uno nos dijo que tomáramos las píldoras. Otra médica nos contó que ella misma había tomado azitromicina. Eso me hizo penar en la cantidad de farmacias que se ven en Brasil, a veces tres en una misma cuadra. Según el Consejo Farmacéutico Federal, el país tiene uno de los índices de consumo de pastillas más altos del mundo, y los brasileños son muy dados a la automedicación. Según esa lógica popular, ante la duda, tomarse primero la pastilla y después averiguar.
“La cultura de la sobremedicación ya existía”, dice Alexandre Kalache, un epidemiólogo que entrevisté frecuentemente durante la pandemia. “Acá, el médico que no te receta algo es un mal médico.”
Así que cuando el “Dr. Bolsonaro” se escribió su propia receta, ¿quiénes eran los demás brasileños para juzgarlo?
En Barra do Garças, ciudad del centro de Brasil, las autoridades reparten gratuitamente pequeños “bolsones sanitarios” que contienen azitromicina, ivermectina, cloroquina y el analgésico y antipirético novalgina. El estado de Minas Gerais se aseguró la compra de casi 380.000 tabletas de cloroquina, para satisfacer la demanda local. Y el alcalde de Itajaí, el médico Volnei Morastoni, fue todavía más lejos: no solamente instó a tomar pastillas, sino que también recomendó una “simple y rápida” aplicación de ozono por sonda rectal.
“Por lo menos hace algo”, dice Débora Fonseca, delegada local del sindicato de profesionales de la salud, y se encoge de hombros. “Si no tuviera el apoyo de la gente, no lo habrían reelegido hace apenas tres meses.”
Si esos tratamientos funcionan o no, ya es otra cuestión. La tasa de mortalidad en Itajaí ha sido casi un 60% más alta que en Santa Catarina, un estado tomado como promedio. La ciudad amazónica de Manaos, donde tanto las autoridades nacionales como locales han impulsado abiertamente el consumo de todo tipo de pastillas, sigue arrasada por la enfermedad.
Ninguna pastilla ha salvado a Brasil de tener que enterrar a más de 230.000 personas, el segundo país con más muertos después de Estados Unidos. El inventor del Kit Covid, un médico del estado de Mato Grosso, murió de Covid-19 en septiembre.
Así que antes de avanzar con el cóctel de pastillas, buscamos más opiniones médicas y contactamos al doctor João Pantoja, uno de los máximos neumonólogos de Río de Janeiro. Pantoja nos abrió los ojos y nos desaconsejó el uso de esa medicación.
“No creo en ninguna de esas drogas milagrosas para impedir el agravamiento del covid”, nos dijo Pantoja. “Por mucho que me gustaría tener algo así a mi disposición.”
Fue el médico que nos resultó más convincente y confiable. Pero en un país y una región donde el coronavirus no detiene su avance, quién sabe cuántos estarían dispuestos a seguir ese consejo. En las últimas semanas, hay informes de médicos que son amenazados por no recetar tal o cual medicamento, por inútil que sea. Y en las farmacias de Manaos se ven largas filas para comprar pastillas.
En cierto sentido, el mito del “tratamiento temprano” es producto de la propia naturaleza del coronavirus: muchos creerán haberse curado por tomar alguna pastilla, cuando en realidad la inmensa mayoría de los que se infectan se recuperan sin necesidad de medicación alguna.
“Cuando alguien mejora, es gracias a lo que tomaron”, dice Alberto Chebabo, vicepresidente de la Sociedad de Infectología de Brasil. “Pero cuando empeoran, creen que es simplemente porque el virus es fuerte.”
Mi esposa y yo nos convencimos: dejamos de tomar las pastillas. Nos dedicamos a descansar, a tomar mucho líquido, y a mirar películas malas. Un testeo ulterior confirmó que yo también había tenido el virus. Pero un par de semanas después, y más allá de la desconcertante pérdida del gusto y el olfato, estábamos casi recuperados del todo. Y en cuanto a nuestros temores sobre el sistema de salud, nunca estuvimos ni remotamente cerca de necesitar internación.
¿Habrá sido la ivermectina? Casi con certeza no. El mes pasado, los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos informaron que no hay datos suficientes para recomendar su uso.
Pero el mito subsiste.
Hace unos días, mi suegro, que viven en República Dominicana, nos envió una imagen que se había viralizado en toda Latinoamérica. Era una botella falsa de cerveza, en cuya etiqueta dice: “Ahora con ivermectina”.
(Traducción de Jaime Arrambide)