La intendente de Quilmes, Mayra Mendoza, calificó el viernes al jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodriguez Larreta, como un “irresponsable” por haber abierto los pequeños comercios de la ciudad de Buenos Aires. Mendoza argumentó que eso aumentará el tráfico entre el conurbano y la Capital y que, dado que en este último distrito está creciendo mucho la cantidad de infectados de Covid-19, sería un desastre para el conurbano. Un rato después, desde el mismo sector político, el intendente de Berazategui, Juan José Mussi, propuso cerrar “los accesos” entre el conurbano y la Capital. Los dos planteos podrían ser la expresión de una preocupación razonable o de la pequeñez política. Algunos datos de contexto permiten analizar cuál de las dos causales explican mejor la reacción de Mendoza y Mussi, y entender que su lógica trasciende a ambos.
En los últimos días, la Ciudad de Buenos Aires ha sido, efectivamente, el distrito más afectado por el aumento de los casos detectados de coronavirus. Eso no es un exotismo. San Pablo es la ciudad más afectada de Brasil, Milán la de Italia, Manhattan la de Estados Unidos, el Distrito Federal la de México y así. Eso se debe a una cuestión que conoce cualquiera que dedique un mínimo de atención a la historia de las pandemias: se extienden donde la densidad poblacional es más alta. Donde se concentran más edificios, hay más personas por metro cuadrado, y el virus pasa más fácil de una a otra.
Pero además, los casos se multiplican en los barrios populares de la ciudad y no en la zona de la ciudad de los pequeños comercios habilitados, donde podrían ir trabajadores del conurbano. El jueves pasado, por ejemplo, hubo 130 casos nuevos en los barrios y solo cuarenta en el resto de la ciudad. Por si fuera poco, los comercios fueron abiertos recién esta semana. Si la población de la Capital se ha tornado contagiosa, algo que es muy discutible a esta altura, no es por los efectos de la medida que critican Mendoza y Mussi, que aun no se conocen.
Mendoza sostuvo que es imposible controlar si los trabajadores del conurbano van a la Capital, pese a que eso está prohibido salvo para los esenciales. ¿Por qué no se podría controlar eso mientras se controlan tantas otras eventuales transgresiones? Cientos de miles de trabajadores informales no se subieron al transporte público en estas semanas eternas. ¿Por que lo harían los bonaerenses que tienen prohibido trasladarse a la Capital si los operativos son eficientes?
Los argumentos son tan débiles que obligan a explorar la otra hipótesis: que existe un sector del oficialismo al que no le resulta nada cómoda la relación que han construido en estos meses los tres gobernantes con más responsabilidad ante el desafíos de la pandemia: Alberto Fernández, Axel Kicillof y el propio Rodriguez Larreta. Por eso, están interesados en dinamitarla o, el menos, en debilitarla. Al fin y al cabo, fue Cristina Kirchner, la referente de Mendoza y Mussi, la que disparó contra el jefe de Gobierno porteño hace un par de semanas por haber designado a un procurador en la Ciudad que a ella le disgustaba.
Las amenazas de Mendoza y Mussi fueron leídas en la Casa Rosada como un desafío a la estrategia política diseñada desde marzo. Un rato después de ellas, los medios recibían una foto donde Alberto Fernández y Ginés González García le mostraban, en la quinta de Olivos, el test desarrollado en el Conicet a Rodríguez Larreta, y a su segundo, Diego Santilli. La ciudad de Buenos Aires no habría podido abrir los comercios sin el acuerdo del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y el de Kicillof, que compartió la conferencia de prensa donde Rodríguez Larreta anunció la medida. “La provincia produce, la Capital comercia”, sostuvo Kicillof por entonces.
En el comienzo de la pandemia fue Fernán Quirós, el ministro de Salud porteño, el primero que advirtió que la Argentina debía ir a la cuarentena. Alberto Fernández tuvo el mérito de escuchar esa y otras alertas que provenían de la comunidad científica e ideó un plan cuyos resultados, a esta altura, son indiscutibles si se los compara con la inmensa mayoría de los países de Europa y América. Entre unos y otros, ha habido discusiones, picardías, momentos de desencuentro y negociaciones. Por momentos unos eran los más duros defensores de la cuarentena y por momento eran los otros. Pero nunca se rompió un consenso esencial que tiene tres pilares: sostener el acuerdo político, confiar en los científicos y negociar las diferencias como hacen los políticos serios: sin adjetivar ni amenazar.
Que los planteos de Mendoza y Mussi sean tan raros no quiere decir que la gestión de la pandemia en la Ciudad no tenga puntos oscuros. La compra de barbijos y el alquiler de hoteles a empresas donde había miembros del entorno del jefe de Gobierno -algo que diferencia claramente el escándalo de lo ocurrido a nivel nacional-, o la aparición de un brote en la villa de mayor densidad, justo allí donde debían evitarlo, son hechos graves que merecen ser expuestos y para los cuales las respuestas no han sido nada convincentes. Pero eso no tiene nada que ver con cerrar los puentes: los políticos y los otros.
Todo indica que los días que vienen serán muy duros. Los epidemiólogos dividen a los países en tres: los que están derrotando al virus, los que están cerca de hacerlo y los que requieren tomar acciones urgentes. Los primeros comparten una curva que es una ve corta invertida: llegaron al pico de casos y ya bajaron casi al piso. En los segundos, se ve claramente una pendiente hacia abajo pero todavía no volvieron al punto de partida. En los terceros, lo que se nota es una aceleración de la cantidad de infectados: eso ocurre en la Argentina, donde la curva se dirige con una pendiente alta hacia arriba y está lejos de pegar la vuelta.
Ese proceso no se expresa aún en la cantidad de fallecidos ni de internados en terapia intensiva. Pero parece ser solo cuestión de tiempo. Por eso en los gobiernos temen que en las próximas semanas se multipliquen más los casos, hasta llegar a una meseta y empezar a bajar a mediados de junio. ¿Será el comienzo de una tragedia, como la que está viviendo Brasil con sus 15 mil muertos? ¿O será un pico muy atenuado, gracias a que en este tiempo se pudo fortalecer el sistema de salud y, además, porque una cosa es entrar en los peores momentos con miles de fallecidos y otra distinta en las condiciones de la Argentina?
Parecería más probable lo segundo que lo primero. Pero, en cualquier caso, todos los expertos esperan que los casos escalen. Los informes que el Ministerio de Salud difunde dos veces por día ya no traerán alivio sino escalofríos. Y la gente los recibirá en sus casas, cansada ya de dos meses de encierro y, en su gran mayoría, empobrecida y con un futuro incierto.
Esos desafíos se combinan con otro que hará trepar el dramatismo de los días que vienen: la negociación de la deuda y la escalada del precio de los dólares paralelos. La Argentina se enfrenta ante el dilema de firmar un acuerdo que la deje muy vulnerable en un par de años o el de no firmar nada, lo que la haría muy vulnerable en pocas semanas. Los mercados se agitan, con las previsibles consecuencias en depósitos bancarios, reservas del Banco Central, e inflación. ¿Cómo influirá en todo esto un triunfo de la pequeñez política, la idea de dinamitar las relaciones entre los líderes del oficialismo y la oposición? ¿O no es bastante claro que, por un largo tiempo, el país vivirá en la cubierta del Titanic?
En el complicadísimo proceso por el cual la humanidad intenta defenderse de un virus, ha habido líderes que calmaron y otros que enardecieron y dividieron a la sociedad de los países que conducen. En América, los dos mejores ejemplos de la última categoría sean Donald Trump y Jair Bolsonaro. La Argentina era, hasta el mes de marzo, un país afectado por divisiones lacerantes. Los líderes electos en octubre pasado estuvieron en este aspecto muy por encima de sus antecesores y priorizaron lo importante: miles de vidas se salvaron por esa vía. (Infobae – Por Ernesto Tenembaum)