El Gobierno plantea una reforma judicial mientras la sociedad sufre una de las etapas más duras de su historia. ¿Era este el momento?
Luego de largos meses en los que la Argentina ahorró, tal vez, miles de muertos por la manera en que enfrentó el desafío del coronavirus, la situación ha cambiado. En las últimas dos semanas, el país figura entre la reducida nómina de las sociedades que, casi todas las noches, se enteran de que más de cien de sus compatriotas han fallecido por efecto de la pandemia. Si alguien mira las cifras totales, como mostró el presidente Alberto Fernández el viernes, la Argentina es de los países que enfrentaron mejor el desafío. Si, en cambio, cualquiera se detiene en los últimos diez días, verá otra situación. Dos semanas atrás, la cifra más alta de fallecidos informados en un día había sido de 82 personas. La semana anterior, había trepado a 113. Esta semana, llegó a 153. Solo en las últimas dos semanas fallecieron más de mil personas. ¿Cuál será el pico la semana que viene, y la otra, y la siguiente?
Los expertos coinciden en que el momento más oscuro, finalmente, ha llegado. Durante el mes de agosto y, tal vez, también durante el mes de septiembre, los números serán una cachetada que, cada día, golpeará a una sociedad cansada por muchos meses de restricciones a sus libertades habituales, o de privaciones económicas y anímicas. Muchas personas ya se ven tentadas de culpar a sus tradicionales enemigos de lo que está pasando: el Gobierno, los anticuarentena, o quien sea. Lo cierto es que se trata de un fenómeno natural devastador, frente al cual cada sociedad reacciona de acuerdo a cómo es, esa sociedad, y su dirigencia. La Argentina ha logrado controlar el desastre mientras pudo mantener una separación estricta entre sus habitantes. Esa receta fue desbordada porque, por su propia naturaleza, no podía ser eterna. Y es la hora de la verdad.
Justo en este momento, en estas mismas semanas, la política argentina protagonizará un nuevo conflicto por un tema que, curiosamente, no tiene nada que ver con las angustias descriptas: ni con la sanitaria, ni con la económica, ni con la anímica. El tema que dividirá a la política es árido, lejano y podía haberse resuelto de otra manera: se trata de la conformación de la justicia federal. El debate será arduo y ruidoso, porque en ese ámbito habitan los peores fantasmas de la grieta que divide a la política desde el año 2008.
El miércoles pasado el presidente Alberto Fernández anunció un plan por el cual se designarán alrededor de cien nuevos magistrados en la justicia federal, entre los jueces de primera instancia de la Capital, más los tribunales superiores, más los nuevos jueces en el interior del país. A ese proyecto, le agregó la conformación de una comisión para analizar una reforma de la Corte Suprema de Justicia, del Ministerio Público y del Consejo de la Magistratura, integrada –entre otros—por abogados defensores de prominentes políticos que fueron procesados por serios casos de corrupción.
Si ese proyecto fuera aprobado en el Congreso, el partido gobernante tendría la posibilidad de incidir de una manera decisiva en la designación de una cantidad enorme de jueces, que no tuvo ninguna fuerza política desde 1983. Es un hecho con pocos antecedentes en la historia de la democracia mundial, donde el Poder Judicial generalmente es protegido de los vaivenes de las mayorías circunstanciales que surgen de las elecciones, justamente para que se preserve su independencia. Parece más bien un cambio de régimen y no una reforma.
Fernández sostiene que era imperioso modificar el modo de funcionamiento de la justicia federal, dados los hechos vergonzosos que se produjeron en ese fuero desde hace muchos años, como sus vínculos evidentes con los servicios de inteligencia, o su funcionamiento como una herramienta para perseguir opositores y proteger oficialistas. Ese punto es prácticamente indiscutible: efectivamente, unos y otros usaron a los jueces federales para cualquier cosa.
Sin embargo, ese proceso de cambio ya estaba en marcha antes del anuncio del miércoles. De los 12 jueces federales, uno había fallecido, otros dos se habían jubilado, y un cuarto le merece tanta confianza al Presidente que lo había propuesto para ser el jefe de los fiscales. Fernández tenía un gran espacio allí para empezar un camino de reformas y dejar marcada su impronta. Pero además, por la puesta en funcionamiento del nuevo Código de Procedimientos, los jueces ya deben ceder su poder de investigación en manos de los fiscales. Por si fuera poco, desde la caída de Jaime Stiuso de la cúspide de los servicios de Inteligencia, la incidencia de estos en la Justicia era muy menor.
Tal vez el fuero federal requería algunos otros cambios. Pero es difícil de entender el salto mortal desde esa necesidad de modificaciones progresivas a una especie de abrupto cambio de régimen. Si a eso se le suma la inesperada iniciativa para reformar la Corte Suprema, se puede comprender claramente los motivos de alarma que existen en la sociedad civil y anticipar el tenor de la discusión que se aproxima.
Fernández, el presidente, sostiene que las limitaciones que se ha autoimpuesto en el proceso de selección de jueces aseguran que su limpieza y que su conclusión será la conformación de un Poder Judicial más independiente y respetable. Desde la oposición recuerdan, en cambio, que en organismos de control muy sensibles, como la Oficina Anticorrupción o la Procuración General del Tesoro, su Gobierno no designó a personalidades independientes y prestigiosas sino a militantes fieles y convencidos.
Además, el Senado tendrá un rol clave en el proceso de aprobación de la ley. La vicepresidente Cristina Fernández, que preside ese cuerpo, ha manifestado con franqueza que no cree en la independencia del Poder Judicial, porque ese diseño tiene origen en la Revolución Francesa, cuando ni siquiera existía la luz eléctrica. Una colaboradora de la vicepresidenta amenazó con “sangre” hace poco a la Corte, si no aprobaba el mecanismo de sesiones a distancia.
La relaciones entre el Gobierno y la Corte no atraviesan sus mejores momentos. Una muestra de eso es que la comisión que se formó para reformar el alto tribunal no está integrada por ninguno de sus miembros. “La Corte está virtualmente paralizada”, dijo Alberto Fernández. “Todo el mundo lo sabe”. La Corte respondió con un documento donde muestra como ha crecido en los últimos años la cantidad de casos resueltos y argumentado que su trabajo se dificulta por la apelación que hace el Estado de los juicios de jubilados por actualización de haberes.
El Poder Judicial ha sido en los últimos años uno de los territorios más duros de las batallas entre los sectores extremos del sistema político. La manipulación de jueces fue sufrida por Francisco de Narváez, cuando era el candidato que enfrentaba al kirchnerismo, y le inventaron, con complicidad de los servicios y los medios oficialistas, una causa por vínculos con el narcotráfico, que eran falsos. Luego Mauricio Macri fue procesado por el juez Norberto Oyarbide, que además detuvo sin condena a algunos de sus funcionarios más importantes.
La saga continuó con la humillación pública y la destitución de jueces y fiscales que se animaron a algún gesto de independencia frente al gobierno de Cristina Kirchner, cono Esteban Righi, Carlos Fayt o Alberto Nisman. Más tarde las víctimas fueron Cristina Kirchner y muchos de sus ex funcionarios, cuando pasaron a la oposición. Ahora, empiezan a sufrirla los ex colaboradores de Mauricio Macri.
Dado que casi todos los actores políticos fueron cómplices de desmesuras y barbaridades, y nadie puede tirar la primera piedra, tal vez la única posibilidad para reformar el sistema judicial consista en generar condiciones de consenso, donde todos los jueces designados sean, como lo fueron los miembros de la Corte desde el 2003, fruto de valores compartidos. De lo contrario, el debate será una exposición de la mugre de la democracia: todos tienen algo para explicar. Las acusaciones cruzadas serán tremendas. Nadie está limpio. Todos tendrán razón cuando hablen de los otros.
Esa delicia sucedería mientras la sociedad sufre uno de los momentos más duros de su historia.
¿Habrá sido sensato plantearlo en este momento? ¿Será criterioso el enfoque adoptado?
“La Justicia es tan importante como la pandemia”, ha dicho la ministra de Justicia.
¿De verdad? (Infobae – Por Ernesto Tenembaum)