Alberto Fernández deberá gobernar en un país con el dolor a cuestas de una tragedia sanitaria que él no produjo, y con la fragilidad de una estructura económica que él heredó. A esto se agrega una dinámica que lo obliga a hacer equilibrio ante conflictos surgidos del frente interno
En el Estado de Colorado hay un pueblito llamado Gunnison, de apenas dos mil habitantes, que figura en los libros de historia por un mérito extraño: fue el único lugar de los Estados Unidos que no sufrió ni siquiera una sola víctima por la violentísima epidemia de 1918. El método utilizado por los habitantes de Gunnison fue sencillo: decidieron que ninguna persona entraría al pueblo hasta que el peligro no se hubiera disipado. Su estación de trenes era muy transitada porque proveía de madera a toda su región. Sin embargo, si algún pasajero se atrevía a bajar allí, era inmediatamente arrestado. Así fue cómo ese virus letal, que diezmó inclusive a poblaciones de apenas cien esquimales en Alaska, no pudo entrar a Gunnison. Al final de esta nota, se cuentan detalles interesantes de esa gesta, que ubican en un rol central al periodismo local.
Tal vez Alberto Fernández no conociera la historia de ese pueblito de Colorado cuando el 20 de marzo intentó una aventura dificilísima: transformar a la Argentina, una sociedad de casi 50 millones de habitantes, en Gunnison, un pueblito de 2000. Pese a las dificultades, esa experiencia tuvo resultados notables porque ahorró muchas vidas. Mientras en los países vecinos, los muertos se contaban por miles, o decenas de miles, la Argentina sufría, pero infinitamente menos. A medida que transcurrían las semanas, fue quedando clara la eficiencia del método Gunnison aun para una sociedad tanto más compleja. En casi toda América y Europa Occidental, ningún país de las dimensiones de Argentina había sufrido tan poco. Solo dos estados, mucho más pequeños, Uruguay y Paraguay, tenían mejores resultados: pero estos eran similares a los de provincias argentinas de su mismo tamaño.
Esta semana aparecieron claros indicios de que el sueño empieza a desvanecerse. En los últimos días, la Argentina figuró en el pequeño grupo de diez países que han sufrido más de 100 muertos por día. Esos números son más terribles si se mira la tendencia, porque la semana anterior el promedio, para días hábiles, había sido de 70. Las preguntas que surgen de estos datos son terribles: ¿hasta dónde trepará esa cifra la semana que viene? ¿Cuánto tiempo durará este proceso? Es como haber entrado en un túnel cuya salida no se divisa: parece que todo será más doloroso y más largo de lo planeado. Desde el comienzo de la cuarentena, era lógico preguntarse si el encierro atenuaba el inevitable dolor o, apenas, lo postergaba. La vigencia de esta pregunta es ahora más lacerante.
La Argentina llegó a este punto como resultado de una dinámica propia. A diferencia de lo ocurrido en otros países, como los Estados Unidos, México o Brasil, aquí las autoridades registraron rápido la magnitud del problema, confiaron en el enfoque de los mejores científicos y establecieron medidas restrictivas elaboradas en consenso entre las diferentes fuerzas políticas gobernantes.
Mientras se derrumbaba la economía, las autoridades de todo el país debieron conseguir en tiempo récord barbijos, camisolines, camas, tests, respiradores, comida para los barrios humildes, instrumentar mecanismos de asistencia y cobro para millones de personas, y para decenas de miles de empresas, asegurar el abastecimiento y los operativos de control frente a los desafíos de la cuarentena, garantizar atención a la población más afectada e instrumentar mecanismos de información transparentes y confiables.
Dada la historia de nuestro país, y las evidentes fragilidades del estado argentino, los resultados hasta aquí fueron bastante respetables. Pero lo que viene parece peor que lo que pasó, con todo lo duro que fue.
En otros países, fue el mismo poder político el que dudó demasiado o militó directamente en contra del probado método Gunnison. Aquí, en cambio, ese rol lo jugó un conglomerado de políticos opositores, periodistas que consideraban la cuarentena como una afrenta a su libertad personal, enardecidos tuiteros o simples ciudadanos. Los integrantes de esa improvisada alianza, en distintos momentos, convocaron a una sorda rebelión, aplaudieron pequeños gestos de desobediencia, denunciaron a los infectólogos, minimizaron los riesgos, participaron de marchas opositoras donde miles se mezclaban sin demasiado cuidado, celebraron esas barbaridades o, simplemente, necesitaron salir a trabajar, compartir un cumpleaños, o tomar juntos una cerveza el día del amigo.
Alguien podría enojarse con tal o cual actitud. Pero, aun cuando algunas de esas conductas sean reprochables, es lógico que, varios meses después de iniciada la aventura, se produzcan dudas y trasgresiones. En los países libres no existe la unanimidad, ni siquiera ante una amenaza tan tremenda, y mucho menos cuando la única solución posible tiene costos altísimos. Tarde o temprano, la sociedad, con sus múltiples actores, va decidiendo qué costos decide pagar. Eso no lo puede digitar ni un presidente que respalda una cuarentena ni un periodista que convoca a la gente a salir a la calle: millones de personas toman sus decisiones y de allí surgen mejores o peores resultados.
Cuando las cosas van bien, los presidentes se benefician de ello, aun cuando tengan poco que ver con los resultados. Y cuando van mal, se perjudican, aun cuando tampoco hayan sido los artífices. Como cualquier otro presidente, a Alberto Fernández le tocan las ganancias y las pérdidas que se desprenden de esas reglas.
Las tristes noticias que, cada día, llegan desde los centros de salud, se agregan a un panorama económico desolador. Antes de marzo, la Argentina ya había sido golpeada por dos crisis muy duras. La primera arrancó en 2011, el año en que el país dejó de crecer y empezó a consumir vorazmente sus divisas. La segunda llegó en marzo de 2018, cuando se acabó el financiamiento externo, producto de esos largos años de recesión y luego de un endeudamiento récord en sus magnitudes y en su velocidad. Cuando todavía estaba sufriendo esos dos cachetazos, llegó el tercero: la pandemia.
Esos antecedentes explican por qué la Argentina es de los países que invierten menos dinero en atenuar el desastre económico, y dispondrá de tan poco para impulsar la recuperación cuando la tragedia termine. Los mejores economistas saben que no hay magia posible. Alberto Fernández deberá gobernar en un país con el dolor a cuestas de una tragedia sanitaria que él no produjo, y con la fragilidad de una estructura económica que él heredó. Pero ambas cosas marcarán su destino.
A todo esto se le agrega una dinámica de funcionamiento de su Gobierno que lo obliga a hacer equilibrio cada minuto ante conflictos surgidos del frente interno. Sergio Berni puede mostrar un arma larga, defender el asesinato de un delincuente indefenso y herido, desautorizar violentamente a la ministra de Seguridad o al mismo Presidente, reincoporar agentes policiales sumariados por corrupción o irrumpir en un operativo de seguridad de fuerzas federales, pero Alberto Fernández no puede echarlo porque Berni se respalda en la vicepresidenta. La embajadora designada en Rusia, Alicia Castro, puede cuestionar al canciller por su denuncia de que existen presos políticos en Venezuela. Pero el Presidente no puede sancionarla porque la respalda la vicepresidenta. En el momento en que se está cerrando la delicada negociación de la deuda externa, desde el entorno de la vicepresidenta se instala una campaña para estatizar Edesur.
Y todo esto es solo la punta visible de un fenómeno que atraviesa a toda la administración. Es lógico que en una coalición haya conflictos. Pero, ¿no sería razonable que, ante un desafío sanitario y económico tan gigantesco, el comando fuera más coherente?
Algunas personas, hace unos meses, temieron que, de la pandemia, surgiera un régimen totalitario e invencible. Más bien parece que toda esta gestión será un martirio traumático para sus protagonistas, que deberán demostrar un temple gigantesco ante la adversidad. Ni el mejor de los equilibristas puede sobrevivir indemne a un tsunami.
Cien años atrás, Gunnison, ese pequeño pueblito de Colorado, resistió un desafío mucho más peligroso que este. Todos los pueblos cercanos se aislaron al comienzo de la pandemia. Pero, ante el éxito, se descuidaron y resultaron literalmente diezmados. Gunnison resistió hasta el final. En The Great Influenza, un fantástico libro escrito en 2004, el periodista John Barry narró con lujo de detalles la manera en que la prensa norteamericana contribuyó al desastre, al minimizarlo o editorializar en contra de las medidas restrictivas o cantar victoria antes de tiempo. Eso sucedió, en gran parte, porque el gobierno de Woodrow Wilson no quería que cayera la moral de un país que estaba en guerra.
La prensa de Gunnison resistió ese clima junto al resto del pueblo. The Gunnison News Chronicle, “a diferencia de casi cualquier otro diario en el país”, decidió no jugar con fuego y advirtió, contundente:
Esta enfermedad no es un juego, por decirlo de manera liviana, sino una terrible calamidad”. (Infobae – Por Ernesto Tenembaum)