La moderación que el Presidente ensaya frente a otros factores de poder, como los sindicatos o los gobernadores amigos, se pierde cuando se refiere a los jueces.
“Parecen vivir al margen del sistema republicano”. “Poder podrido y corrupto”. “Disfrutan de privilegios que no goza ninguno de los miembros de la sociedad”. “Son responsables de lo que pasó y de lo que pasa”. “Contribuyeron a que ese gobierno ganara las elecciones e hiciera lo que hizo”. “Mujeres masacradas en crímenes espantosos y jueces y fiscales que no hacen nada”. “Una justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos”. “¿Qué busca el presidente de la Corte?”. “Se fotografiaba con el juez Moro y con Claudio Bonadío”. “Jueces escribas del poder económico”. “Hay que meter mano en la Justicia”. “Hijos de Puta”. “Funcionarios que parece que constituyen una aristocracia”. “Actúa con una discrecionalidad pasmosa”. “Cambian o se van”. “Uno de los dueños del estudio jurídico cuya cartera de clientes está conformada por los principales grupos económicos nacionales y extranjeros en el país”.
En los días posteriores a la derrota de Donald Trump, The New York Times publicó, de la A a la Z, todos los insultos que había utilizado desde su llegada a la Casa Blanca. Era una lista realmente interminable. El estilo Trump, naturalmente, no es exclusivo de él. Cuando se refieren al Poder Judicial, Alberto Fernández y Cristina Kirchner, y algunos de sus colaboradores más cercanos, han insultado con la misma tenacidad. La moderación que el Presidente ensaya frente a otros factores de poder -los sindicatos, un gobernador que balea a opositores, manifestantes y periodistas, o la AFA, por poner tres ejemplos- se pierde en cambio cuando se refiere a los jueces. Hay allí un punto que, evidentemente, es neurálgico y que empieza a marcar como ningún otro al gobierno de Fernández.
La Argentina es, en este momento, el escenario de un conflicto de poderes cuya virulencia crece día a día y que, en este contexto, resulta difícil entender dónde va a terminar. Las sucesivas condenas al ex ministro Julio De Vido, al ex vicepresidente Amado Boudou, y al empresario Lázaro Báez, han generado en el Instituto Patria la sensación de que, tarde o temprano, llegarán condenas para los integrantes de la familia Kirchner. El tema no tiene solución -ni el indulto, ni la amnistía ni los aprietes a jueces y fiscales individuales y a todos ellos en general- por lo que solo queda esperar que la violencia verbal y los ataques personales crezcan. Así, toda la gestión de Gobierno -su tono, sus relaciones con el mundo, el plan económico, el acuerdo social- queda subordinada ahora a este asunto, que tiene como protagonista principal a la ansiedad de la poderosa vicepresidenta.
En algún sentido, es paradójico que esto ocurra. Luego de un año terrible, el Gobierno controló la corrida contra el peso que se desató en septiembre, y la economía empieza a reaccionar con cierta fuerza. Sería un buen momento para que el Presidente se concentre en ese tema que está rindiendo frutos y, al mismo tiempo, es tan sensible para la población. Sin embargo, anda a los tumbos entre el escándalo del reparto de vacunas entre amigos, la inédita represión de su aliado Gildo Insfrán, el fastuoso estadio que construyó su otro aliado Gerardo Zamora y los desmanes que Cristina, y él mismo, producen alrededor de la cuestión judicial.
Este tema marcó la semana completa. El lunes, el presidente Alberto Fernández anunció sus medidas de reformas al Poder Judicial, con alusiones muy duras contra muchos de sus integrantes. El martes, el senador Oscar Parrilli anunció que pretendía crear una comisión bicameral de seguimiento de la Justicia. El miércoles, la ministra de Justicia, Marcela Losardo, relativizó el anuncio de Parrilli. El jueves, la vicepresidenta realizó su encendido ataque contra los jueces. Desde el viernes, empezó una batalla sobre el futuro de la ministra de Justicia. Varios medios anunciaron su renuncia.
Losardo es la socia del estudio jurídico del Presidente, su amiga personal de toda la vida. En medio de esta vorágine, fue siempre una moderada. Cuando sus subordinados camporistas intentaron aprovechar la pandemia para liberar entre otros a Ricardo Jaime, Losardo no se sumó. No firmó ninguna de las solicitadas donde se pedía la libertad de los condenados por corrupción. El miércoles pasado explicó en la radio que la Comisión de Seguimiento del Poder Judicial, que Cristina Kirchner estaba armando en el Senado, no iba a perseguir jueces. Si esas fueron sus últimas palabras, el significado de su renuncia quedará claro: no queda lugar para moderados en el Gobierno. Solo es cuestión de tiempo para que caigan de a uno.
Fernández, al entregar a su amiga, se quedaría cada vez más solo, en un gobierno donde controla cada vez menos sectores. ¿Quién sería el próximo en caer? ¿Vilma Ibarra? ¿El vocero que se atrevió a no aplaudir las críticas al Gabinete que hizo la vicepresidenta? ¿El ministro de Economía al que le recriminan haber estudiado en la Universidad de La Plata? El entorno del Presidente, vive estos días con tristeza y decepción. ¿Tendrá sentido para el Presidente entregar a su gente de confianza? ¿No sería mejor defender una agenda propia, si es que esta aún existe? Es muchísimo lo que se juega en estas horas.
La catarata de insultos es, por otra parte, una estrategia muy repetida y evidente: intentan describir a un sector de la vida social -en este caso, el Poder Judicial, pero podría ser cualquiera- como “El Mal” por medio de la atribución repetitiva de conductas horrorosas, en general falsas, o muy exageradas. En la historia reciente, el periodismo, el kirchnerismo, el macrismo fueron blanco de este tipo de métodos, que la mayoría de las veces son vulgares y contraproducentes. Ahora es el turno de la Justicia, de todos sus integrantes.
Entre los ingredientes del ataque frontal hay uno especialmente delicado, y un tanto siniestro: el Gobierno intenta acusar a los jueces de complicidad con los femicidios. El jueves, durante su resonante intervención, Cristina Kirchner fue transparente: “Mujeres masacradas en crímenes espantosos y jueces y fiscales que no hacen nada”. “Cambian o se van”, había anticipado Eduardo “Wado” de Pedro, entre otras señales de esa estrategia. Un tiempo antes, el propio Alberto Fernández había acusado a la Corte Suprema de ignorar las cuestiones de género. Y Mayra Mendoza, la intendenta de Quilmes, aprovechó un femicidio para convocar a una marcha a Tribunales, cuando el homicida era un policía bonaerense y una amiga de la víctima había sido baleada en la cara por otro policía de la misma fuerza.
¿Será inteligente hundir en la grieta este tema? ¿Contribuirá a la lucha contra los femicidios o terminará debilitándola? Nadie piensa en esto. Lo único que importa es abocarse a la tarea imposible de esmerilar y disciplinar a la Justicia con el argumento que sea.
Alberto Fernández se postuló como un líder dispuesto a pacificar el país. Por momentos, durante un año tremendo, demostró equilibrio y templanza. Pero esta dinámica lo ha arrastrado. Su lista de insultos no se limita al poder judicial. “Gordito lechoso”, “Deberían ver a un psiquiatra”, “entierren el odio que cargan”, “periodistas voceros y jueces escribas del poder económico”, se han transformado en expresiones muy usuales del Presidente. Algunas de sus últimas frases son de colección: “Críticas maliciosas que responden a intereses inconfesables de poderes económicos concentrados, que en ocasiones buscan sembrar la fractura, la polarización y la discordia”, dijo el lunes. El Presidente que insulta ha sido, por su parte, muy insultado. Pero ese es uno de los dilemas de los líderes: responder con una templanza ejemplar o revolcarse en el barro. Trump, Cristina, Bolsonaro, Maduro han elegido siempre la segunda opción. Son estilos.
¿Hacia dónde va todo esto?
Hay que elongar demasiado para ser optimistas.
(Fuente:Infobae/Ernesto Tenembaum)