Cristina Kirchner tiene una inclinación natural a descubrir conspiraciones detrás de una sucesión de hechos políticos relevantes. Ese instinto se disparó el miércoles cuando se conoció que la Corte Suprema iba a dejar firme la condena por corrupción contra Amado Boudou.
Nadie había alertado que el tema estaba en la agenda inmediata de los jueces supremos. Y ocurrió apenas unas horas después de que la Sala I de la Cámara de Casación validó la ley del arrepentido y los testimonios que incriminan a la vicepresidenta en la causa de los cuadernos de las coimas. ¿Casualidad?
La defensa pública de Boudou, cargada de indignación, reflejó el ánimo de Cristina en una de las semanas más ingratas desde que volvió al poder. Oscar Parrilli, Axel Kicillof, Andrés Larroque y otros habitantes de su círculo cercano clamaron contra la vigencia del lawfare y ensalzaron al exvicepresidente declarado culpable de apropiarse de la imprenta Ciccone. Pero detrás de la queja contra los jueces, los medios y grupos económicos en general se filtró un reproche que golpeó las puertas de la Casa Rosada. «Hay cuestiones de fondo que no se modificaron el 10 de diciembre», deslizó el camporista Larroque.
Pocas veces había quedado tan a la vista que Cristina Kirchner está perdiendo la paciencia con la falta de solución a sus inquietudes judiciales. «Estamos igual que con Macri» es una frase que se oye a diario entre dirigentes que esperaban a estas alturas, casi un año después de la entronización de Alberto Fernández, que la vicepresidente hubiera sido reivindicada y despojada de toda acusación de corrupción. La mujer que después de las elecciones de 2019 clamó ante un tribunal»¡a mí me absolvió la historia!» sigue mareada en un laberinto presente de expedientes, procesamientos y juicios en curso.
La presión indirecta de Cristina precipitó el repudio del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, al fallo de la Corte. El Presidente prefirió no hablar de Boudou. Había eludido el tema de manera elegante en una entrevista de radio el día previo. Demasiado pasado se cruza cuando surge el nombre del exvicepresidente, a quien Fernández en sus años de opositor al cristinismo le dedicó descalificaciones lacerantes en infinidad de entrevistas y hasta artículos que no se pueden borrar.
Había algo personal en su desprecio por Boudou, con quien nunca tuvo trato: fue el ahora condenado por el caso Ciccone el responsable de la ofensiva brutal que acabó en 2012 con la carrera como procurador general de Esteban Righi, el fallecido jurista que Fernández considera su maestro. Un amigo por quien ha llegado a conmoverse hasta las lágrimas en un homenaje público.
empujado del cargo Amado Boudou, en 2012 Fuente: LA NACION – Crédito: Silvana Colombo
Las necesidades del equilibrio interno, una vez más, pudieron más que la coherencia histórica. El dirigente que desde el llano celebró el procesamiento de Boudou en el caso Ciccone lidera ahora un Gobierno que lo considera un perseguido político después de que su condena en la misma causa superó todas las instancias de revisión.
Es simple: donde el kirchnerismo clamaba por «Amado» decía en realidad «Cristina». Y el grado de malestar se condecía con la gota que derrama un vaso.
Las causas contra Cristina
El contrato no escrito entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández cuando se constituyó la fórmula presidencial en 2019 incluía como un inciso clave una política judicial agresiva que promoviera un cambio de fondo en el funcionamiento de los tribunales y una natural reversión de las causas de corrupción que abarcan el anterior período kirchnerista.
La falta de resultados fastidia desde hace tiempo a Cristina Kirchner. Lo hizo saber cuando Fernández presentó con toda la pompa a su disposición la reforma judicial. «La verdadera reforma judicial no es la que vamos a debatir aquí», dijo antes de abrir la discusión en el Senado. Aun así, se aprobó. Pero quedó empantanada, sin nadie amague rescatarla, en la Cámara de Diputados.
A sus sospechas sobre la Corte, el Ejecutivo respondió con una comisión. El informe que finalmente hicieron los juristas convocados por el Presidente no invita a modificaciones revolucionarias.
Cristina se dispuso a hacer Justicia por mano propia desde el Senado. Al Gobierno le tocó convalidar, a manudo de improviso, las soluciones que emanaban del Congreso. Pasó con el caso de los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, a los que empujó para sacar de los cargos desde donde habían actuado en causas contra ella.
La Corte, en medio de un juego de altas presiones, resolvió el caso con un fallo de apariencia salomónica. Malo para los jueces, pero que tampoco terminó de satisfacer las demandas de la vicepresidenta. Fuentes que tratan con ella deslizan la sospecha de que la ratificación de la condena a Boudou firmada la misma semana que el fallo sobre los arrepentidos es un mensaje político de los jueces del máximo tribunal. Para recuperar imagen y mostrar «independencia». De ahí, la reacción intempestiva, con marcha y todo al Palacio de los Tribunales.
En el calor de las discusiones internas hubo que parar a algunos dirigentes que proponían pedir el juicio político contra los cortesanos. La idea quedó reducida por ahora a incluirlos en la trama del lawfare.
La otra jugada que activó Cristina cuando se le acabó la paciencia con el Gobierno fue el cambio de las condiciones para elegir al procurador general. Fernández se tuvo que sumar al apoyo de una idea en la que no creía y que podría sacar de la cancha al candidato que él propuso, Daniel Rafecas (otro discípulo de Righi).
Aprobado en el Senado, el proyecto tiene que pasar un test difícil en Diputados. Al Frente de Todos le está costando horrores alcanzar las mayorías en los últimos temas delicados que presentó. El impuesto a la riqueza, criatura preciada de Máximo Kirchner, salió con 133 votos, cuatro más que los que se necesitan para el quórum. El recorte de fondos a la ciudad de Buenos Aires obtuvo justo 129. Para reformar la Procuración, el bloque oficialista no cuenta a hoy más de 123.
Una Corte inasible, un procurador –Eduardo Casal– al que consideran opositor, reformas moderadas e inconclusas, embates fallidos contra los «jueces del lawfare«, casi todos los expedientes complicados siguiendo su curso, Boudou otra vez cerca de la cárcel. Se entiende la decepción de Cristina y su furia contra la ministra Marcela Losardo, una de las «funcionarias que no funcionan», a su juicio.
La agenda electoral
Allí radica una de las causas del diálogo casi nulo entre la vicepresidenta y su compañero de fórmula. Pero la película estaría incompleta sin incorporar la ecuación electoral. En 2021 el Frente de Todos enfrenta un panorama crítico: debe revalidar su primacía ante una oposición que atravesó unida el duelo de perder el poder, en un contexto de depresión económica, forzado a encarar un ajuste y con la pandemia que acaso no se vaya tan fácil por muchas vacunas que lleguen.
El tiempo vuela. Lo que no se consiguió en términos institucionales después de un triunfo en primera vuelta, ¿será posible lograrlo en un año de incertidumbre electoral? ¿Y si encima las urnas no fueran tan conclusivas?
La gestión de la economía era un terreno delegado a Fernández en la lógica inicial de la coalición. Pero a medida que se oye la cuenta regresiva a las elecciones la mano de Cristina entra en acción. La carta de los senadores oficialistas -su ejército político particular- cargada de advertencias al Fondo Monetario Internacional (FMI) fue una señal inequívoca. También el impulso final al impuesto a la riqueza, digerido como un sapo por el ministro de Economía, Martín Guzmán. Esta semana volvió a intervenir al cambiar la fórmula de actualización de las jubilaciones. La discusión interna sobre el descongelamiento de tarifas es flamígera. Lo mismo cuando se discute el achique de la ayuda social.
Fernández reinterpreta cada enmienda y dice que lo pensaron juntos, con la misma convicción con que manda defender a Boudou.
El viernes entró en un terreno pantanoso cuando avaló a los gobernadores que piden suspender las PASO. Duda por ahora si mandar o no un proyecto al Congreso. Las elecciones legislativas suceden en todo el país, pero el ganador simbólico se define en la provincia de Buenos Aires. Es el bastión de Cristina, donde nadie duda que ella será quien valide (o directamente arme) la lista legislativa. Con o sin PASO.
Entre quienes quieren eliminarlas resaltan los intendentes peronistas del conurbano, temerosos de que La Cámpora los obligue a competir en los tramos locales y les «coma» el territorio. ¿Quiere Máximo Kirchner perderse ese instrumento de conquista posible?
El hijo de la vicepresidenta ya marcó el tono electoral cuando el martes declaró a Horacio Rodríguez Larreta candidato presidencial de la oposición en el discurso de cierre de la sesión en la que se aprobó el recorte de fondos a la Ciudad. Al rival, ni un peso de más.
Ni plata ni diálogo. El plan y la forma en que se presentó dinamitaron el último puente entre el Presidente y Larreta. La ilusión de una amistad que en pleno temblor pandémico algunos frentetodistas imaginaron -acaso afiebradamente- como una alianza posible.
Fernández hace política en una cancha que se le achica y con Cristina, que empezó en el papel de árbitro, decidida a intervenir en el juego cada día con más decisión y menos disimulo.
Por: Martín Rodríguez Yebra (Fuente: La Nación)