La discusión no se reduce a las existencia de ocho juzgados federales que funcionan mal o de tres jueces que fueron mal trasladados
El jueves pasado ocurrió un hecho de trascendencia histórica. La Corte Suprema confirmó las condenas a los culpables de la tragedia de Once. De esta manera, la Justicia estableció que esa tragedia no fue producto exclusivo de la impericia o de la negligencia del motorman de 26 años que conducía el fatídico tren, sino consecuencia de un calamitoso estado del servicio ferroviario, producto de la corrupción y la desidia que dominaban al Estado argentino y a los empresarios del área. La decisión de la Corte es un golpe al corazón del Gobierno, ya que quien gobernaba la Argentina cuando se produjo ese desastre era su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Al día siguiente de esa decisión, Alberto Fernández escaló el conflicto con la Corte Suprema.
En gran medida, es injusto que la bronca oficial haya sido dirigida exclusivamente contra la Corte y su presidente. Porque la decisión del máximo tribunal confirmó todos los pronunciamientos que había emitido la Justicia, sin excepciones, durante ocho años: desde el fiscal de primera instancia. Federico Delgado, ante la Cámara de Casación opinaron todos lo mismo, en una curiosa unanimidad ya que se trata de un montón de personas que no se conocen entre sí y, en algunos casos, tienen una pésima relación entre ellos. Fue un proceso donde no se detuvo a nadie que no tuviera condena firme, donde se castigó por igual a políticos y a empresarios, que no tuvo como protagonista a ningún juez designado de manera irregular, que se realizó en su parte más importante durante el gobierno de Cristina y en su definición en el de Alberto Fernández. No hay lawfare. No hay impunidad. No hay huellas de Mauricio Macri ni de los servicios de inteligencia.
Desde el mismo día de la tragedia, el Gobierno de entonces puso en marcha un operativo muy agresivo para tratar de culpar de la masacre solo al maquinista. En ese intento participaron centenares de militantes en las redes sociales, periodistas que defendieron ese punto de vista con información sesgada desde el mismo momento del choque hasta la derrota final, distinguidos letrados que proveían esa información sesgada. A todos ellos se sumó la entonces presidenta de la Nación y actual vicepresidenta que varias veces culpó al trabajador involucrado, una actitud difícil de explicar para una líder peronista, dadas las condiciones en que la empresa obligaba a los trabajadores a exponerse. En cada uno de sus instancias, la Justicia los desairó: era un problema de corrupción sistémico y no de negligencia individual.
De un lado, hubo un grupo de familiares que provenían de los sectores más humildes de la sociedad. Del otro, los estudios jurídicos más poderosos del país y una organización muy eficiente y aceitada de propaganda. De un lado, víctimas desamparadas. Del otro, políticos poderosos y empresarios multimillonarios. Por una vez, hubo justicia limpia frente a un hecho estremecedor.
Ese avance notable –que no haya impunidad en un país es realmente importante— permite percibir que la Corte, como corresponde, no será dócil con el Gobierno. En algunos casos fallará de acuerdo a su voluntad, y en otros no. Sus integrantes, como sucede en cualquier país de tradición democrática, han sido designados por distintos gobiernos: uno en los tiempos de Eduardo Duhalde, dos por Nestor Kirchner y otros dos por Mauricio Macri. Naturalmente, esa dinámica disgusta a cualquier Gobierno que prioriza la acumulación de poder antes que la independencia de poderes. Esa es la escala de valores que despliega en estos días el oficialismo, con una franqueza irreprochable.
Cuestionar el fallo firme por la tragedia de Once hubiera sido espantoso, Por eso, el viernes, pocas horas después, Fernández emprendió contra el presidente de la Corte por otro tema. Fernández dijo que ve “con preocupación que en el Estado federal, dos de los tres poderes (el Ejecutivo y el Legislativo) ya han avanzado en implementar la Ley Micaela, en respetarla y en generar conciencia de la igualdad y los derechos de la mujer, y sin embargo esa rémora la tenemos aún en el Poder Judicial, lamentablemente”. Luego personalizó: “Le hemos pedido al presidente de la Corte Suprema de Justicia (Carlos Rosenkrantz) que por favor se ocupe de tratar el tema y solo recibimos silencio…en el siglo XXI no hay posibilidad de hacerse los distraídos frente a la desigualdad que la sociedad impone en virtud del género”. La Corte le respondió con un comunicado donde contesta una por una las objeciones. El texto fue elaborado por Elena Highton de Nolasco, la magistrada que hasta ayer era la más cercana al oficialismo, donde detalla sus esfuerzos personales en el asunto. Highton de Nolasco fue propuesta por Kirchner.
La ofensiva de Fernández fue anunciada, como ocurre muchas veces, por Hebe de Bonafini. “Ustedes siempre del lado de la muerte. Miles de niños murieron de hambre durante el gobierno que ustedes defienden (sic). Miles de indígenas murieron peleando por su tierra y ustedes miraban para otro lado (sic). Y ahora tienen la oportunidad pequeña de actuar con Justicia. Pero el patrón ya les dio la orden y lo están pensando. Mirense al espejo”.
El conflicto con la Corte obedece a una lógica que ha sido muy transparente desde los tiempos de campaña electoral, cuando Cristina Kirchner sostuvo que la independencia del poder judicial es una rémora de la revolución francesa, cuando ni siquiera electricidad en las casas. Es decir, que el problema no se reduce a las existencia de ocho juzgados federales que funcionan mal o de tres jueces que fueron mal trasladados. Por eso, la reforma judicial que propuso el Presidente trasciende con creces esos asuntos, que son reales y deben ser abordados: propone, en cambio, la creación de cientos de cargos judiciales nuevos y designa una comisión para reformar la Corte, la procuración y el Consejo de la Magistratura. Aún así, no conforma a la vicepresidenta, quien dijo que es insuficiente y que una verdadera reforma judicial debe ser más abarcativa.
Con ese telón de fondo, naturalmente, aparecen los problemas puntuales. Las batallas que vienen obedecen a dos temas muy caros al Gobierno: el traspaso de fondos de la Capital a la provincia de Buenos Aires y el traslado de tres jueces. Este último asunto ha despertado pasiones completamente fuera de proporción a ambos lados de la grieta. Son solo tres jueces. ¿Es realmente un tema central para el país en medio de la tragedia sanitaria y social que lo atraviesa? ¿Es una prioridad en estos días? ¿Para quién? ¿Por qué? Cualquier persona equilibrada que analice ese conflicto con cierta distancia quedará perpleja, si además registra que esta semana el Gobierno informó que seis mil argentinos fallecieron de coronavirus, y que tres millones de personas cayeron en la desocupación. Que el Gobierno, en este contexto, se sacuda por el destino de tres jueces habilita a hacerse preguntas angustiosas sobre la manera en que se deciden las cosas.
Los principales problemas que tiene el país no son culpa de Alberto Fernández, quien recibió una herencia terrible, agravada por la aparición de un virus letal. Conducir este país ha sido siempre muy complicado. Pero, en estos tiempos, es realmente imposible. Desde su asunción, Fernández tomó algunas medidas muy defendibles. La decisión de entrar en cuarentena precoz es elogiada como un gesto valiente incluso por referentes sanitarios de la oposición como Fernán Quirós. La negociación de la deuda fue un proceso difícil y exitoso. Justamente por eso, es extraño que haya roto con esa lógica mesurada y razonable, que además potenció su popularidad a niveles astronómicos. Al contrario, en las últimas semanas, escala un conflicto tras otro. ¿No percibe que cada vez que señala más enemigos –en cada párrafo, en cada declaración— construye al mismo tiempo más enemigos?
La tragedia de Once fue la más anunciada y evitable de la historia argentina. Previo a ella hubo rebeliones de pasajeros, que estaban hartos del maltrato, informes televisivos que los mostraba colgando de las barandas, gateando por los techos, hacinados a 20 kilómetros por hora, denuncias de los organismos de control que advertían la cercanía del desastre, accidentes evitables donde morían personas porque, por ejemplo, no andaban las barreras. Hasta que el 22 de febrero se produjo la tragedia: hierros retorcidos, cadáveres apilados, heridos ensangrentados, el llanto de familiares cuya vida ya había sido destruida. Cristina Kirchner se mantuvo fuera de escena durante cuatro días. Reapareció recién el 27, en Rosario, en el acto por los 200 años de la creación de la bandera.
Ese día, mientras hablaba Mónica Fein, la intendente socialista, se escuchó un murmullo, cierta algarabía. Fein se desconcentró. Una cámara lateral mostró lo que pasaba. Cristina arengaba en ese momento a la multitud con una mímica elocuente. En sus labios podía leerse una consigna que, con el tiempo, sería un estigma.
-Va-mos-por-todo. Va-mos-por-to-do.
Eso es lo primero que escucharon de la presidenta los familiares de muertos y heridos, a pocos días de la tragedia.
No funcionó entonces. ¿Hay algún elemento de la realidad objetiva que permita pensar que ahora sí funcionará? ¿Alguien en la Casa Rosada se animará a plantear estas dudas? (Fuente: Infobae)