El discurso mediante el cual el presidente Alberto Fernández anunció la extensión de la cuarentena incluyó un reconocimiento, tal vez involuntario, a un planteo que lo había irritado a mediados de mayo. En aquel entonces, la periodista Silvia Mercado, de Infobae, quiso saber si registraba la angustia que provocaba en la gente la extensión de la cuarentena. “Me llama mucho la atención de esta idea que difunden muchos medios y muchos periodistas sobre la angustia de la cuarentena. ¿Es angustiante salvarse? Lo angustiante es enfermarse”, la enfrentó entonces el Presidente. El viernes, en cambio, dedicó un largo tramo de su discurso a la angustia que sufren los argentinos ante la extensión de la cuarentena. Esta vez la había registrado.
En ese ida y vuelta cada cual puede percibir lo que quiera: un Presidente que se equivoca, uno capaz de corregir su punto de vista, o que puede decir una cosa y la contraria sin que encuentre contradicción en eso, o uno flexible, cambiante, incoherente, autocrítico, volátil. O una mezcla de todo eso. Algunas personas podrán percibir el error y otras la elegancia del retroceso. En cualquier caso, se trataría de un detalle realmente menor frente a un hecho más relevante: a esta altura, parece un rasgo realmente central del estilo del nuevo presidente. Alberto Fernández ha reemplazado la revolución permanente de León Trotsky por un zigzagueo permanente, interminable, que es capaz de marear a cualquiera: tal vez incluso a él mismo.
Los ejemplos se acumulan semana tras semana. El caso Vincentín es la comprobación más reciente y categórica de ese meneo. El Presidente se distanció un día de “esas locas ideas de quedarse con las empresas”. Una semana después convocó a los principales empresarios del país para seducirlos en la residencia de Olivos. En cuestión de días anunció la expropiación de la fallida empresa santafesina, sin consensuarlo casi con nadie. Y luego, en puntas de pie, retrocedió hasta el punto de que Vicentin ni siquiera aparece en su agenda. En el medio concedió una serie de notas donde su discurso variaba de acuerdo al interlocutor.*
Otra vez. ¿Cuál es el Fernández verdadero? ¿El proempresario, el expropiador, el que yerra, el que reconoce el error? ¿Cuál es la lógica, el timing, que lo hace ir en una dirección y luego en la contraria, para volver a la inicial y finalmente contradecirla de nuevo?
Otro de los ejemplos, que esta semana pasó desapercibido, atañe a la relación con Techint, el principal grupo económico de la Argentina. Al comienzo de la cuarentena, Fernández estaba furioso porque Techint había decidido despedir a algunos de sus trabajadores. Fernández denunció que Techint presionó en contra de la cuarentena y los calificó de “canallas”. La relación se tensó a tal punto que el Paolo Rocca decidió no concurrir al cónclave con los empresarios en Olivos y el jefe de Estado rechazó a cualquier otro enviado. Sin embargo, esta semana el Estado le reconoció a Techint una deuda, impaga por decisión de Mauricio Macri, de 14 mil millones de pesos. De esta manera, el “Grupo” salvó un año muy difícil.
Por momentos, los contrastes entre un Fernández y el otro Fernández (o “los otros”) se expresa en la jerarquía que demuestra, o en la falta de ella. El viernes a media tarde, por ejemplo, explicó los motivos de la postergación de la cuarentena con paciencia y argumentos muy difíciles de contestar. Los números de la Argentina en relación a la mayoría de los países de la región y de Europa reflejan un hecho de buena gestión notable en la historia del país. Esta historia no está terminada, pero el camino recorrido es impresionante. Los opositores a la cuarentena tienen que elongar como nunca para encontrar la mosca en la sopa. Gritan, advierten, se enojan, pero no encuentran el punto.
Pese a eso, Fernández evitó provocaciones y mantuvo el tono, sin dejar de exponer sus convicciones. La exposición de los pronósticos de caída de la economía, país por país, elaborada por el Fondo Monetario Internacional fue demoledora para quienes sostienen aun, pese a todas las evidencias, de que levantar las restricciones significaría un impulso para la recuperación del país. Era notable el silencio en las redes, o la apelación a argumentos en los márgenes, de aquellos que primero elogiaban el modelo inglés, luego el sueco, posteriormente el chileno, y finalmente se refugiaron en ejemplos menos relevantes, como el uruguayo.
Sin embargo, unas horas después Fernández era otro. En un encuentro virtual con el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula Da Silva, despreció en apenas un par de párrafos a casi todos los presidentes latinoamericanos, elegidos por sus pueblos democráticamente. La única excepción fue Andrés Manuel Lopez Obrador, el mexicano que manejó la pandemia tan mal como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Sebastián Piñeyra. Lopez Obrador, desde su asunción, cedió a la presión norteamericana para militarizar la lucha contra la droga, y para deportar a la mayor cantidad de inmigrantes centroamericanos, y así evitar que llegaran a la frontera con los Estados Unidos. Salvo por una cuestión retórica, es realmente un misterio la lógica que lo lleva a Fernández a sentirse más cómodo con él que con el resto.
Pero, además, Fernández desparramó una cadena de críticas encendidas hacia la política norteamericana en la región. Naturalmente, los Estados Unidos son un tema central y muy difícil de resolver para los países latinoamericanos. Cada gobierno lo encara de una manera distinta. Incluso entre los que se sienten progresistas ha habido estrategias variadas: Hugo Chávez no fue lo mismo que Lula y los dos fueron diferentes a Pepe Mugica. Pero es un tema suficientemente serio para que no se resuelva en tono de estudiantina y mucho menos en medio de una negociación crucial, donde juegan un rol clave. El estilo aplicado al caso Vicentin está siempre ahí, latente.
Sin embargo, si el método que predomina es el del giro, el amague y la vuelta mortal, ya habrá tiempo para mandar señales distintas a las que surgen de ese diálogo con Lula y arreglar el entuerto. Todo error puede revertirse en cuestión de horas, y también todo acierto puede ser arruinado por un error.
La dinámica que Fernández le imprime a ese zigzagueo puede ser defendida con múltiples argumentos. El principal de ellos es la flexibilidad, que contrasta con la rigidez de los dos presidentes que lo antecedieron. El actual mandatario puede hablar con cualquiera y elogiar públicamente a interlocutores que son muy distintos: desde Hugo Moyano a Gildo Insfrán, desde Marcelo Mindlin a Horacio Rodriguez Larreta. Ni Macri ni Fernández de Kirchner tenían esa cintura, o esa tolerancia. Fernández intenta sumar, de esa manera, y no romper definitivamente con casi nadie. Luego de tantos años de grieta y fanatismo, esa flexibilidad representa un respiro.
También tiene, naturalmente, argumentos en contra. El principal es el de la inconsistencia. ¿Qué debe esperar alguien de su Gobierno? ¿Cuál es su visión estratégica de largo plazo, su mirada económica, sus límites? Depende del momento en que se trate, del párrafo presidencial que se elija, del periodista que lo entreviste, Fernandez puede parecer una cosa o la contraria, en su afán de sumar públicos distintos.
En tiempos como estos, donde el sentir social parece acompañarlo, esos giros pueden jugar a favor. Todo el mundo espera que Fernández sea ese pedazo de Fernández que más le convence: el moderado, el capitalista, el expropiador, el antinorteamericano, el que concede reportajes a todo el mundo, el que se enoja en el medio de algunos reportajes, el que procede de manera distinta a Cristina, el que le concede a Cristina pedidos absurdos, el de antes del 2003, el del primer kirchnerismo, el que rompió con él, o el que se amigó luego para ser su candidato presidencial.
En tiempos más peliagudos, puede ser que todo el mundo se enoje con la parte de Fernández que más lo irrita.
Al fin y al cabo, hay partes agradables y desagradables de Fernández para todo el mundo.
Sin embargo, en los primeros siete meses y medio de su Gobierno hay dos puntos en los que no ha cedido. Uno es en el estilo inasible que describe esta nota. Y el otro es en una convicción muy firme: la vida no volverá a ser normal hasta que haya seguridad de que esa supuesta normalidad no irá seguida de miles de muertos. En la defensa de esa convicción, Fernández ha jugado toda su autoridad presidencial. Y no cede, aunque por momentos parezca más simpático hacerlo. En ese punto, sí, es rígido, lo que no es necesariamente un defecto, como se puede ver en los resultados que solo no ven quienes no quieren ver.
Por lo demás, si alguien pretende entenderlo, tal vez sea recomendable no atarse a un preconcepto, o a una sola idea, ni creer que cada movimiento obedece a o es seguido por una línea de puntos coherentes. Con Fernández, nunca se sabe. Y cualquiera que lo observe con una mirada más rígida que la suya, corre el serio riesgo de comerse los amagues. (Infobae – Por Ernesto Tenembaum)