Desde 2011, en cada año electoral el oficialismo de turno alentó artificialmente el crecimiento para ganar las elecciones. Los peligros de aplicar la misma política en este contexto
Desde el año 2011 que en la Argentina predomina, con más intensidad, el llamado “ciclo económico de raíz política”. Me explico. Desde dicho año, sobre una tendencia negativa de largo plazo, nuestro PBI creció en torno del 2% en los años impares, mientras que se contrajo por una cifra similar, en los años pares. Obviamente, en los años impares hubo elecciones, sólo legislativas en 2013 y 2017, y legislativas y presidenciales en 2011, 2015 y 2019.
En cada año electoral, el oficialismo de turno intentó alentar artificialmente el crecimiento, mientras que, en los años no electorales, dado que dicha artificialidad resultó insostenible, se dedicó a “ajustar” el desbarajuste del año anterior. Es por ello que sin medidas de fondo, que cambien la tendencia negativa de crecimiento de largo plazo, la economía decrece en los años pares.
Simplificando, las medidas de los años impares se caracterizan por un aumento del gasto público localizado en obras públicas -favoreciendo a los gobernadores “amigos”-; en presiones por aumentos de salarios y jubilaciones, más allá de la productividad del trabajo o de los recursos genuinos de la seguridad social. En atrasar el precio del dólar -para sentirnos más ricos medidos en la moneda que nos importa- y en condiciones monetarias y financieras de aliento al ingreso de capitales de corto plazo y de generación de créditos dirigidos a tasa subsidiada.
Como estas medidas, al final del día, terminan presionando sobre la tasa de inflación, el kirchnerismo recurrió a los controles de precios, a la intervención del INDEC, y a mayores subsidios a los precios de los servicios públicos. Dando lugar, a su vez, a un descalabro en el sector energético y a una crisis del sector externo por la necesidad de importar gas que se dejó de producir en el país –la típica sustitución de exportaciones del populismo-. Cambiemos, por su parte, utilizó mecanismos algo más “sofisticados”, relacionados con la política monetaria, la colocación de deuda pública en dólares y una moderación en el reajuste tarifario.
Por supuesto que darse “el lujo” de crecer temporariamente, en una economía que sin fuerte inversión ni mejoras en la productividad del trabajo está en decadencia, sólo es posible consumiendo ahorros o endeudándose. El kirchnerismo recurrió a los ahorros. Expropió los fondos de pensión y se gastó las reservas del Banco Central. Cambiemos recurrió al blanqueo, al ingreso de capitales de corto plazo y al endeudamiento. Las expectativas negativas de largo plazo y la división del peronismo, hicieron que, pese a todo ese despilfarro, el oficialismo perdiera las elecciones en 2013 y 2015. Mientras que las expectativas positivas de largo plazo y la división del peronismo, permitieron al oficialismo ganar las elecciones legislativas del 2017.
Pero con la reversión del escenario global, y el cierre del mercado de capitales internacional para la Argentina, Cambiemos no tuvo más remedio que armar un programa de ajuste que se extendió más allá del 2018 y que, junto a la unión del peronismo, lo llevaron a la derrota electoral en 2019.
El 2019 fue, en ese sentido, el primer año impar de este ciclo, sin recuperación del PBI. Es cierto que se logró evitar un descontrol aún mayor de las variables nominales, en particular después del resultado de las PASO. Es cierto que la política monetaria y fiscal, con el paraguas parcial del acuerdo con el FMI, le “ganaron la pulseada” a las expectativas negativas desatadas ante la inminencia del retorno al poder del kirchnerismo y el presidente Macri pudo terminar su mandato con equilibrio fiscal primario y con un tipo de cambio razonable. Pero no es menos cierto el default de la deuda pública, en dólares y en pesos, y la pérdida de reservas (aunque se haya dejado un stock de maniobra aceptable).
En ese contexto, el 2020 arrancó para ser un típico año par (y ese era el mandato recibido por el presidente Fernández), movilidad jubilatoria por decreto, mantenimiento del equilibrio fiscal primario heredado, suba de impuestos, etc. Lo único que no estuvo en sintonía fue el intento de la “pesificación forzada” y tasas de interés poco atractivas. Pero llegó el COVID-19, y la carroza del ajuste se convirtió en la calabaza del descontrol macroeconómico. Primero, creyeron que el “pico” de los contagios llegaba el 15 de abril, Y después, creyeron que habían “matado” a la teoría económica que dice que si el Banco Central de un país cuya moneda es una cuasi moneda, emite más del 7% del PBI en un trimestre, más temprano que tarde el valor del dólar libre explota, y la tasa de inflación se acelera.
Como sabemos, en octubre, el Gobierno se avivó que esa teoría “no estaba muerta”, y encaró un ajuste de urgencia. Cambió la pesificación forzada a tasa de interés por la indexación obligada de su deuda (atándola al dólar y a la inflación). Moderó el gasto COVID antes de tiempo, intentó imponer una nueva fórmula de movilidad jubilatoria, menos generosa, y aceleró las negociaciones para un nuevo acuerdo con el FMI. Es decir, quiso convertir, sobre el final, al 2020 en ajuste de año par. Pero fue tarde. Logró calmar transitoriamente al mercado de cambios (más que por ajuste, por intervención policíaca, venta a precio de remate de bonos en dólares en poder de organismos públicos y colocando -a ese mismo precio- deuda en dólares) pero no logró evitar la aceleración de la tasa de inflación, que saltó al escalón del 3-4% mensual y que la brecha entre tipos de cambio se mantuviera por arriba del 70%.
¿Y entonces? Se preguntará el amable lector y la amable lectora. Entonces, el Frente de Todos está ante el mismo dilema que estuvo Cambiemos. O convierte el 2021 en un “ajuste de año impar” con el riesgo de perder las elecciones de medio término. O instrumenta un año impar “comme il faut”, con riesgo de aumentar el descalabro macro, y perder, de todas maneras, las elecciones de medio término.
La semana pasada grafiqué este dilema como la lucha entre la “Guzmanomics” y la “Cristinomics”.
Según los analistas políticos, hoy parece que la balanza se inclina a favor de la Cristinomics. Pero los problemas surgen a la vista en cuanto se repasa la lista de las medidas para años impares.
No hay margen para aumentar el gasto público aún más, a menos que la pandemia desaparezca rápido. No hay margen para atrasar el tipo de cambio, sin reservas y con esta brecha que se “come” el superávit comercial de caja. No hay margen para incrementar los subsidios a los precios de los servicios públicos -que es más gasto público- y no hay margen para una política monetaria laxa, con el exceso de emisión previa y con la demanda de dinero “volviendo a la vieja normalidad”.
Mucho menos, si se pretende un acuerdo con el FMI relativamente rápido.
Pero ya lo saben. El kirchnerismo está dispuesto siempre a jugar al límite. De manera que intentará aumentar el gasto público, financiado con el Banco Central, más impuestos, y más deuda forzada. Tratará de evitar un salto en el tipo de cambio oficial -o lo hará “a la Kicillof/Fábrega”-. Procurará seguir con la expropiación indirecta de las empresas de servicios públicos, controlando precios y tarifas. Buscará una política de crédito barato dirigido a estimular el consumo. Presionará sobre el aumento de salarios y jubilaciones. E intentará evitar las consecuencias en el corto plazo de todo esto, con más policía, controles, aprietes, seguros de cambio encubiertos, etc. etc. ¿Y el acuerdo con el FMI? Negociará postergar los pagos hasta poder encarar un “ajuste de año par”, después de las elecciones.
¿Puede fallar? Claro que puede fallar. No tenemos vacuna para el “virus del año electoral”, y el descontrol nominal puede agravarse aún más y obligar, como pasó este año, a algún ajuste de emergencia extemporáneo.
De todas maneras, en política, lo importante no es acertar, sino tener a quién echarle la culpa. Y la lista ya está escrita.(Fuente:Infobae/ Enrique Szewach)