El plazo transcurrido, la experiencia acumulada y el conocimiento de que ningún diseño institucional es perfecto ni mucho menos nos permite considerar la necesidad de modificaciones y complementos
La reforma política realizada en 2009 (Ley N° 26.571) no sólo fue la más amplia modificación de la legislación que rige el ejercicio de los derechos políticos en el período democrático iniciado en 1983, sino que tuvo una naturaleza sistémica, es decir introdujo cambios en un conjunto de aspectos de nuestro diseño institucional, electoral y partidario, con una finalidad específica.
En general las reformas políticas o electorales tienden a modificar aspectos o dimensiones específicas del proceso electoral. Por el contrario, la Ley de Democratización de la Representación Política, la Transparencia y la Equidad Electoral pretendía mejorar el conjunto del funcionamiento de nuestra democracia fortaleciendo a los partidos políticos y a la capacidad de la ciudadanía para intervenir en el proceso democrático. Esta fue la instrucción que nos dio la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner al grupo de funcionarios que llevamos adelante el proceso de diálogo y debate político que originó la propuesta de Ley enviadas para su discusión al Congreso.
Como han demostrado todas las investigaciones de ciencia política de los últimos 70 años, la democracia no puede funcionar sin partidos políticos. Es decir, con partidos políticos la democracia puede funcionar bien o mal; sin ellos, simplemente no funciona. Esto explica por qué, habiendo sido demonizados desde sus orígenes y cargando desde entonces con una muy mala imagen en la opinión pública, los partidos se han extendido de tal manera que ahora solo consideramos democráticos a los países donde funcionan.
Existe una gran discusión sobre lo que es un partido político más allá de que cumpla la normativa legal para estar inscripto como tal. El consenso de los especialistas es que un partido debe ser algo más que un simple vehículo electoral a través del cual un grupo de individuos se presente a las elecciones.
Ese “algo más” supone que los partidos deben representar sectores de la población, canalizar sus demandas, coordinar el accionar de los líderes políticos, ser razonablemente programáticos -es decir, expresar una determinada visión del mundo o de alguno de sus aspectos- y tener estabilidad en el tiempo, no es funcional a la democracia aparecer en una elección y desaparecer la siguiente.
Son partidos de este tipo los que le permiten al pueblo, la ciudadanía o la gente, pónganse el nombre que se quiera, votar a aquellos que expresen sus intereses y valores, volver a votarlos si entienden que hacen bien las cosas y castigarlos si las hacen mal. Es decir, los partidos pueden ser “controlados” por el voto popular y a través suyo son los gobiernos los que pueden ser popularmente controlados, lo que representa la razón de ser del sistema democrático. Esta centralidad es reconocida por nuestra Constitución Nacional que en su artículo 38 los califica como “instituciones fundamentales del sistema democrático”.
Desde la crisis política, económica y social de 2001 el sistema partidario argentino venia debilitándose, tornándose cada vez más fragmentado e instable. Esta circunstancia se manifestó especialmente en la elección presidencial de 2003 en la cual los candidatos provenientes de los partidos Justicialista y Radical sumaron el 93,57% de los votos, pero presentándose por seis formaciones políticas distintas. Asimismo, en las elecciones de Diputados Nacionales de 2007 se presentaron 25 listas de candidatos en la Provincia de Buenos Aires y 30 listas en la Ciudad de Buenos Aires.
Cuando la representación de los grandes espacios políticos se dispersa, no son solo los partidos individualmente los que corren el riesgo de desaparecer, sino que el sistema de partidos se torna disfuncional. Fortalecerlo, por lo tanto, fue el objetivo central de la reforma de 2009.
Para lograrlo, se realizaron un conjunto de modificaciones a toda la legislación vigente que podemos sintetizar en tres acciones en armónica coordinación.
La primera fue la modernización y racionalización de varios aspectos de la administración electoral cuyo elemento más destacado fueron los nuevos padrones confiables y seguros, con foto y sin vetustas divisiones por género. La segunda fue la reducción de las asimetrías entre las fuerzas políticas por medio de la regulación del financiamiento de las campañas electorales; lo más conocido de este aspecto fue el reparto gratuito y equitativo de la publicidad audiovisual.
La tercera fue el establecimiento de mecanismos institucionales que contribuyan a la estabilidad y representatividad de las agrupaciones políticas, mediante la combinación de las Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias -las “PASO”- como sistema de selección de candidaturas y el establecimiento de un número mínimo de votos a obtener en las PASO como requisito para participar de las elecciones. Las primeras aseguraban a las candidaturas un sustento democrático universal, y el segundo creó incentivos para reducir la fragmentación de la oferta electoral.
Hoy, a casi diez años de su implementación, sus resultados son indiscutibles: nuestro sistema partidario, aunque no redujo el número de entidades partidarias reconocidas legalmente, facilitó la constitución de frentes o alianzas a los efectos de la competencia electoral y por primera vez esas alianzas tienen correlato en la acción parlamentaria y de gobierno trascendiendo los procesos electorales para el que son creadas.
Esta estabilidad se expresa en la consolidación de dos grandes coaliciones partidarias (FPV/FdT y Cambiemos/JxC) que, más allá de sus cambios de nombre, manifiestan un conjunto de posiciones políticas claramente reconocibles por los electores. A su vez, esto se ha logrado sin que el sistema pierda la apertura y flexibilidad necesaria para que nuevas opciones políticas no solo se presenten a elecciones, sino que consigan cargos de representación y también expresen visiones del mundo o conjunto de ideas y propuestas identificables para la ciudadanía, lo hizo el Frente de Izquierda y posiblemente lo hagan los denominados “libertarios”.
Podemos afirmar que, desde la racionalización de la oferta electoral, la garantía de acceso a la campaña en medios de comunicación y el aumento de la competitividad de fuerzas que fragmentadas no obtenían representación legislativa la reforma ha sido oportuna y eficiente.
Tanto la modernización de la administración electoral como el reparto gratuito y equitativo de la publicidad audiovisual han venido para quedarse, aunque en este caso quizás se deba pensar en su ampliación al creciente mundo de las plataformas y redes sociales.
Sin embargo, el plazo transcurrido, la experiencia acumulada y el conocimiento de que ningún diseño institucional es perfecto ni mucho menos nos permite considerar la necesidad de modificaciones y complementos.
Cuando el Poder Ejecutivo diseñó las PASO y las propuso al Congreso lo hizo como un mecanismo transitorio hasta la recuperación del sistema de partidos; por razones que exceden no solo nuestra legislación sino que se discuten y viven en todas las democracias, las causas que fundamentaron su instauración, especialmente para la definición de candidaturas a cargos ejecutivos y tanto en el ámbito federal como provincial, siguen presentes.
Esto no significa que no deban pensarse modificaciones.
En primer lugar, con los avances tecnológicos y la experiencia acumulada en estos años se pueden realizar modificaciones normativas que simplifiquen la gestión estatal del sistema y, en línea con la propuesta originaria del PEN en 2009, las PASO y las elecciones generales pueden integrarse en un mismo proceso electoral, ahorrando instancias, plazos, recursos y burocracia.
Los actuales setenta días de distancia entre las PASO y las elecciones generales se pueden reducir de modo de realizarlas en setiembre, acortando la totalidad del proceso electoral en forma considerable.
A su vez, respecto de las fórmulas ejecutivas, la posibilidad de seleccionar mediante las PASO a quien encabece la fórmula presidencial, habilitando a la agrupación política a completarla posteriormente, permite una mayor flexibilidad a la hora de reconfigurar la oferta electoral posterior a las mismas.
Asimismo, debería considerarse, también, una mayor institucionalización del funcionamiento de las alianzas electorales, que en la actualidad desaparecen jurídicamente con posterioridad a cada elección, legislando sobre la conformación de los interbloques parlamentarios y su correlato partidario, combinando derecho electoral y derecho parlamentario.
Finalmente, se podría crear un Fondo de Fortalecimiento de la Justicia Nacional Electoral, y de las Justicias Provinciales y de la CABA en sus respectivos casos, para que puedan incorporar tecnología de gestión y ejercer el control suficiente para, de esa manera, asegurar el cumplimiento de plazos más reducidos sin perder las garantías del sistema.
En síntesis, la reforma político electoral de 2009 cumplió sus objetivos, pero diversas reformas pueden y deben pensarse para sus distintos componentes con el fin de continuar mejorando la calidad de nuestra democracia.
Juan Manuel Abal Medina y Alejandro Tullio, por entonces vicejefe de Gabinete y director nacional electoral respectivamente junto con Florencio Randazzo, en ese entonces ministro del Interior y su equipo fueron los que llevaron adelante el proceso de diálogo político que culminó con la reforma de 2009 por instrucción de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. (Fuente: Infobae)