El miércoles Alberto Fernández y Cristina Kirchner se vieron en Olivos. No hubo comunicado oficial y los trascendidos de fuente gubernamental insistieron con las trivialidades de rigor. Pero con el correr de los días algunos hechos fueron echando luz sobre la agenda tratada.
La versión de que la vicepresidenta quería menos cordialidad con la oposición y dureza frente a los acreedores fue corroborada por una sorpresiva embestida de Alberto Fernández contra el ex ministro macrista Alfonso Prat Gay por afirmar que la cuarentena destruía la economía. El presidente no entró en debate con él, simplemente le negó “autoridad moral”. Lo descalificó al mejor estilo de la “década ganada”.
Horacio Rodríguez Larreta que se había pegado a Fernández como una lapa desde el inicio del confinamiento colectivo desapareció de escena y el jueves el kirchnerismo le votó en contra una ley de emergencia en la Legislatura porteña. El viernes volvió a aparecer con gesto serio junto a Fernández y Axel Kicillof, que criticó por enésima vez la herencia recibida del macrismo. En la ocasión el presidente representó perfectamente el papel que quiere trasmitir a la sociedad: el de un pasaje entre dos mundos. Una suerte de “check point Charlie” para superar la grieta. Ese papel simbólico es el que irrita a la presidenta del Senado. Pero no sólo a ella. Hay también macristas irritados por el acercamiento de Rodríguez Larreta al peronismo. El presidente tuvo la deferencia para con él de despreciarlos como “opositores que no gobiernan”, máxima descalificación en dialecto peronista.
Otro ejemplo de diferencias entre capillas del PJ: en la Cámara de Diputados el diálogo entre Sergio Massa y los opositores suele ser fluido salvo cuando la incontrolable pulsión del tigrense por el autobombo genera algún cortocircuito. En el Senado, en cambio, Cristina Kirchner le presenta al macrismo hechos consumados. Hasta cumplió su sueño dorado: la cámara funcionará con su sola presencia en el recinto.
En suma, la coalición oficialista que tiene al kirchnerismo como accionista mayoritario muestra dos caras: la de CFK, que sigue teniendo un rechazo social mayoritario, lo que le impidió figurar al tope de la boleta en 2019, y la “abuenada” de Fernández que permitió al PJ sumar el 48% de los votos.
Expresión típica del cristinismo es Martín Guzmán, que goza del apoyo de la vicepresidenta. Fuentes del oficialismo dicen que le debe buena parte de su nombramiento. El ministro difundió un documento que pretendía dejar mal parado a los acreedores haciendo públicas negociaciones reservadas. Intentó mostrar que eran inflexibles ante un país postrado y para hacerlo no tuvo mejor idea que confesar que el PBI caerá 6,5% en 2020 y que el déficit fiscal no bajará del 3,1%. Un harakiri. Si el propio gobierno anticipa semejante catástrofe, ¿quién va a invertir un centavo? Las expectativas son una parte central de la economía práctica. No erran quienes dentro del propio gobierno se lamentan de la experiencia de Guzmán, limitada al mundo académico.
Pero el auxilio que prestaron los políticos al ministro tampoco fue mucho. Hubo una foto de apoyo de la CGT y la UIA, lo que no conmovió previsiblemente a nadie en Wall Street. Por su parte la Asociación de Empresarios de la Argentina (AEA) con un grado menor de clientelización pidió un pronto regreso a la actividad y resultó criticada por Fernández, que está comenzando a sufrir prematuramente el desgaste de su pacto con el kirchnerismo.
Al desastre provocado por la excarcelación de presos, se suma la gestión excesivamente ideologizada de Guzmán. Pero no todo es ideología. También hay ineptitud. No tiene explicación que el gobierno haya sido incapaz de hacer algo que constituye la base del populismo: regalar dinero. No pudo repartir los famosos 10 mil pesos entre sus votantes, ni los fondos entre las empresas para que paguen salarios (ver VISTO Y OIDO).
Según trascendió, otro de los funcionarios que Cristina Kirchner tiene en la mira es Daniel Arroyo, que bajó el perfil después del desastre de los fideos pagados al triple de su precio minorista. Hay en la Cámpora quienes esperan por ese cargo, lo que completaría su control del área de gestión social.
La vuelta a la escena de Cristina Kirchner se produjo por el alza en las encuestas de Alberto Fernández. De poco le sirve a su sector el control del aparato estatal, si el presidente gana popularidad y autonomía y, peor aún, se convierte en el candidato peronista para 2023, papel que la vicepresidenta tiene reservado para su hijo Máximo, porque es lo suficientemente realista para saber que ella no lo puede desempeñar.
Pero si a Fernández le va mal, el peronismo en su conjunto no será competitivo en las próximas presidenciales. En esa disyuntiva está CFK mientras el futuro económico se ensombrece y los errores del gobierno se acumulan. (La Prensa – Por Sergio Crivelli)