Ermelinda Andrade tiene 105 años y está haciendo la primaria: “Me siento de 60”

Paula Galinsky escribió una nota en Clarín, dedicada a una vecina de Chascomús de la que nos hacemos eco … “Nació un año después de que se sancionara la ley Sáenz Peña, que estableció el voto secreto, obligatorio y “universal”, solo para los varones; y un año antes de la Primera Guerra Mundial. Vivió lo que todos aprendimos en los libros de historia. Le tocaba empezar la primaria hace casi 100 años pero, para ese entonces, la mandaron a trabajar al campo.
Ermelinda Andrade es de 1913. Lo repite durante toda la entrevista: tiene 105 años. Y ahora, tras alcanzar los tres dígitos, está retomando sus estudios en Chascomús, donde nació y aún sigue viviendo. “No puedo estar sin hacer nada. Además, no me siento de la edad que tengo. Si hay que poner un número diría que, como mucho, me siento de 60”, asegura.
Nota en el hogar
Camina pero a la nota llega en silla de ruedas. Explica, un poco nerviosa, que se lastimó la rodilla aunque aclara que ya está bien. Usa una mano de visera para evitar la luz que rebota en los cristales de sus anteojos. Recién ahí se ubica en la escena, se reconoce como protagonista de esa charla y abraza a Marina, una de sus bisnietas.
En el salón que funciona como aula, dentro del Hogar Municipal de Chascomús en el que vive Ermelinda, también está Cristina Martínez, la docente de la escuela primaria para adultos 702 que va dos veces por semana a darle clases y adapta las contenidos para ella. Le acerca un cuaderno forrado con papel afiche fucsia que lleva su nombre y miran juntas los últimos ejercicios completados con lápiz por Erme, en letra cursiva. Redondeada y muy prolija.
Leer y escribir
“Me encanta leer. Mi mamá, Etelvina Álvarez, me enseñaba”, cuenta Ermelinda. Al indagar un poco más se suma Carmen a sus recuerdos, la maestra de los hijos de los dueños de la chacra en la que trabajaba. “Con ella aprendí las primeras letras. Después nos pedía escribir en una libretita, yo ponía lo que iba a hacer al día siguiente”, cuenta. Habla de 1919 cuando la lista de actividades incluía pasear a los terneros, ordeñar las vacas y prensar queso. En eso consistía su trabajo a los seis años. “Hacía queso con la cola”, sigue, divertida, y explica, como puede, que arriba del queso se ponía una tabla de madera y que ella se sentaba sobre esa tabla. “Para secarlo y prensarlo”, aporta Marina.
Hay que hablarle fuerte y cerca del oído. “A vos, nena, no te escucho nada”, dice en varias oportunidades. Cuenta que tiene “días y días”: “A veces escribo sin problemas, pero hay otros en los que no puedo agarrar el lápiz. Estaba bien, pero este año se me vino el techo encima”. Se refiere a su memoria. “De noche vuelve y me acuerdo de todo. Pero me despierto y ya no está. Me pone mal no recordar”, agrega y se queja de que en Chascomús le cambiaron el nombre a algunas calles y que, con eso, la terminaron de confundir.
Estar en clase
Durante las clases, que duran una hora y media, comparte el salón con otros adultos mayores que también están cursando la primaria. Le saca entre 15 y 25 años a sus compañeros.
Con Cristina focalizan en los contenidos que a ella más le interesan. Leen poesías y fábulas, hacen sopas de letras y pintan. En 2016, año en el que retomó sus estudios, la eligieron para llevar la bandera bonaerense en el acto del 9 de Julio. No es lo único que hace: también participa de un taller de arreglo personal, tiene clases de educación física y cocina. Recibe a la kinesióloga y la podóloga, participa de encuentros intergeneracionales, con niños del jardín que queda frente al hogar, y de paseos alrededor de la laguna. Dice que, además, le gustaba bailar “la ranchera y el paso doble” y también un poco de twist, pero que no logra “levantar la pata como antes”.
Habla de reuniones, “en la juventud que ya pasó”, en las que bailaba y le regalaban rifas. Los premios, en general, eran monedas que usaba “para la comida o para el viaje” en la época en la que se dedicaba a cocinar para los peones de otra chacra.
“¿En ese momento estaba casada?”, le pregunta a Marina, que pone cara de “ni idea”. En las postales de su infancia, además de Etelvina y su papá Juan, aparecen sus 12 hermanos. Seguido a preguntas sobre esa niñez, Ermelinda, como si estuviera repasando las tablas de multiplicar, intenta nombrar a los 12, ordenados del más grande al más chico: “Juana, Alejandro, después vengo yo, Anibal”…se frena.
Marina agrega otros detalles de su árbol genealógico: tuvo dos maridos, dos hijos, tres nietos, ocho bisnietos y cinco tataranietos. “Tengo tataranietos”, repite Ermenilda sobre los más chicos de la familia que, como ella, dentro de poco empezarán la escuela.

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