Nota de opinión: La defensa de CFK

Muy poco se puede agregar a lo ya dicho con respecto al juicio contra la ex presidenta CFK y un grupo de funcionarios y allegados.
La reflexión que sigue está abierta, porque confieso no haber podido comprender la congruencia de los dichos de la Vicepresidenta con los principios que sostiene el estado de derecho. La resistencia de un personaje importante a someterse a la ley y la justicia da por tierra con las construcciones teóricas sobre la naturaleza del poder democrático, la pirámide jurídica y la vigencia de la ley como marco supremo de convivencia en paz.
Es obvio que no se trata de esperar la actitud de Sócrates bebiendo la cicuta aun estando convencido de la injusticia de la sanción, que por cierto no es este caso. La auto eximición es impune, aún en nuestro Código Penal. Nadie puede saber lo que habita en lo profundo de pensamiento y sentimiento de otra persona. Cada delincuente tiene sus motivos, que desde su valores justifican su accionar delictivo. CKF puede estar íntimamente convencida que hizo el bien actuando como actuó y eso es comprensible y hasta respetable.
El problema surge cuando esa convicción choca duramente con lo que la sociedad considera compatible con un comportamiento valioso y, al contrario, opina que esa conducta -autojustificada, como lo son todas las conductas en la convicción de cada delincuente- es perjudicial para la convivencia y debe ser evitada y sancionada.
Las leyes penales -que son islotes de excepción en el principio de la libertad de las personas, definiendo las conductas que no son toleradas por el conjunto- tienen esa misión: hacer posible la convivencia en cualquier orden social.
Hay entonces tres conceptos en juego. El primero es la clara determinación del conjunto social que, a través de las leyes sancionadas por los representantes de los ciudadanos y por el procedimiento que éstas establecen para garantizar los derechos fundamentales de todos, delincuentes o no, define qué actitudes considera disvaliosas y en consecuencia no las tolera y las sanciona.
Cada persona puede considerar a cada ley como injusta y proponer cambiarla -tampoco es este el caso-, pero mientras esté vigente es obligación respetarla si se desea convivir con los demás. De nuevo: Sócrates bebió voluntariamente la cicuta que lo mató, aún a conciencia que su sentencia a muerte era injusta, porque el respeto a las leyes era más importante que su creencia o convicción.
El segundo es el principio de la democracia. Tampoco es un armado rígido y eterno. Las distintas formas que ha adoptado la democracia a través de historia y geografía indica que es nada más que un mecanismo instrumental para definir cómo se ejerce el poder, cuáles son sus límites, cómo se sancionan las normas, cómo se las ejecuta y cómo se las aplica. El valioso diseño de los tres poderes logra este equilibrio para que el sentir y deseo de la mayoría de los ciudadanos defina qué es permitido y qué no lo es, y las formas de sancionar a quienes cometan los hechos que la sociedad no tolera.
El tercero es el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, principio éste que se abrió camino luego de luchas de diversa intensidad hasta nuestros días, en los que su perfeccionamiento motoriza reclamos y afortunadamente ha logrado resultados impensables hasta hace no muchos años: el sufragio libre igualitario, los derechos civiles y luego políticos de la mujer, la prohibición de la discriminación, la igualdad de trato a los diversos géneros, y otras aspiraciones que marchan en el mismo sentido. En su forma más básica, prístina y contundente, está grabado en el art. 16 de nuestra Constitución: en la Nación Argentina “todos sus habitantes son iguales ante la ley”. Y en las estrofas que entonamos desde niños: “Ved el trono a la noble igualdad”.
Los ciudadanos argentinos han sancionado y jurado su Constitución Nacional. Ella determina como son elegidos sus representantes para dictar las leyes, cómo un presidente para que las haga cumplir y cómo a jueces para que sancionen los incumplimientos.
Entre esas leyes están las normas penales, las que ha sido probado en forma pública y contundente haber sido violadas por los imputados.
Los imputados, a su vez, han sido tratados con muchísima más enjundia y cuidadoso cumplimiento de las formalidades legales que a cualquier ciudadano de a pie  y le han sido garantizados sus derechos inalienables, entre los cuales está la presunción de inocencia, el debido proceso, su derecho de defensa y la vigencia de las reglas procesales sancionadas por los  legisladores para que el proceso penal garantice no sólo las aspiraciones de la sociedad a que sus normas sean cumplidas sino también los derechos constitucionales de los imputados.
En consecuencia, la actitud de la imputada CFK está fuera del orden constitucional, fuera de la ley penal y fuera de la ley procesal. La actitud de los magistrados, por el contrario, ha sido impecable, tolerando mucho más de lo que se le hubiera tolerado a cualquier argentino con acusaciones y pruebas parecidas.
Pero aún presumiendo una alteración cognitiva en la principal imputada, tanto o más grave es el comportamiento de otros actores: legisladores, dirigentes, gremialistas e incluso ciudadanos que la han votado y la siguen apoyando. No estamos en la primera mitad del siglo XX, cuando masas irracionales seguían a sus líderes aún a las atrocidades más repudiables. Estamos en el siglo del conocimiento, de la interacción general por las redes sociales, en la reafirmación de la conciencia y la responsabilidad individual y en la reivindicación de los derechos ciudadanos, aún los tradicionalmente negados tras el velo de costumbres ancestrales.
En este proceso no se discuten ideologías políticas sino comisión de delitos. Las ideologías se discuten en los procesos electorales. En los juicios penales el debate versa sobre hechos delictivos, sus autores y sus eventuales sanciones. No son los dirigentes, ni los gremialistas, ni los ciudadanos de a pie los que participan ni deben participar de estos debates. Es misión de los jueces.
Son campos diversos, que no pueden superponerse so pena de retrotraer la convivencia a tiempos pre-constituyentes, cuando los caudillos con poder decidían sobre vida, muerte y patrimonio de las personas y cuando esos mismos caudillos confundían lo público con lo privado y el presupuesto público con su propio patrimonio.
No queremos volver a eso. Al contrario, queremos avanzar hacia una sociedad más fuerte, con leyes cumplidas por todos, sin privilegios de ninguna índole, en la que rija en plenitud el pacto constituyente y las leyes que se dicten en su ámbito. Y también suturar la profunda herida que sufre el país.
El requisito hacia la oposición es separar “la paja del trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan la convivencia. El país requiere reconstruir espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas reprimidas de la Argentina.
Ricardo Lafferriere